Estuve el jueves en el cementerio, acompañando a mi cuñada Lourdes a visitar la tumba de mi hermano Pancho, que hoy estuviera feliz con los triunfos de los Tiburones de La Guaira. Nos acompañó Ana Luisa, con quien pusimos flores en la última morada terrenal, compartida, de Erlinda y Noel Elías, su padre y el que me seguía en la serie de siete hermanos, que éramos los hijos de Juan y esa guanariteña de oro.
No sé Betancourt, pero desde ese día, tu ausencia física, me tiene el alma más triste. No sé si es el llanto que no esconde Lourdes ante el recuerdo de su amado esposo. No sé, si el orgullo de Ana al recordar a su padre, que también era de La Guaira, como su abuelo. No sé si es porque este martes 13 cumples 10 años de haberte ido. Yo te sigo teniendo presente como manda el decálogo que Dios le grabó con fuego al Libertador del pueblo hebreo en las tablas de Moisés, en su tercera orden: honrar padre y madre.
Pero aún siento ese puñal clavado en el pecho, porque creo que debí haberte amado más, recompensarte más, agradecerte más, en vida. Lograste construir esa familia tan grande, con ese regazo de esfuerzo y abnegación. Sola contra el mundo, con la mano siempre solidaria de mi abuela Zoraida, la compañía permanente de mi tía Paca y la inolvidable vecina y paisana, Luz María. Cinco varones y dos hembras que te dejó Juan, que de golpe la vida nos quitó, sin explicaciones, tan de repente, tan temprano.
Sin embargo, te siento aquí, en cada par de ojos de tu prole regada por América y Europa, de tus hijos varones que sé que abrazas y bendices en tu morada celestial, en mi hija ausente cuyo corazón no siento palpitar cerca ni siquiera para meter mis dedos en su cabeza llena de rizos. Aquí estás, vigilando a tus nietos, bisnietos y tataranietos. Aquí te siento, con tus manos masajeando mis piernas. Aquí oigo, tu Dios te bendiga con cariño y con orgullo y a veces, seco como el reclamo que seguramente seguía. Creo que me acompaña cuando pongo el pie en tu casa. Cuando entro al cuarto donde engendraste a mis hermanos, porque yo nací casi a la entrada. Cuando te veo en la puerta con aquellas batas viejas y los pies descalzos en la esquina de la calle o atendiendo a un visitante. Cuando me llegan tus sazones y tus aromas. Cuando recuerdo tu dulce de martinica, tus polvorosas o tus conservas de coco. Cuando visualizo tu fiereza de leona en la defensa de sus críos. Cuando apurada salías a cumplir con tu fe a la Catedral, en la devoción por tu Coromoto. Cuando corrías por Pancho para Bachaquero o cuando insistías en la educación de Noel y Juan, por los que tanto te sacrificaste. O cuando guardabas silencio frente a las cosas de tus nietas y tus bisnietas. Te siento más cerca de mí, cada día, en cada dolor, en cada carencia, en cada alegría, en cada dilema, porque si lo hago mal, Erlinda Coromoto no me va a echar más la bendición.
Este martes cumples diez años fuera de tu casa. Pero la solidaridad tuya está aún presente en cada ser a la que brindaste tu mano solidaria. Aún recuerdo esa frase de Julio Bustamante, cuando me expresó su pesar, como siempre con dosis de fe y reconocimiento: “es que fui yo receptor de esa bondad”. O como me escribió, a través de Fanny Medina, mi admirado Pepo Burgos: “tú bien sabes cuánto cariño sentí por Herlinda, un cariño puro, igual al que me ata a ti por Juan, Isabel, Paca y Olimpia, por el viejo Paredes… Fue, Iván, lo repito, un sacudón de adolescencia de esos que, aunque parezca fantasía, lo que buscan es revivirlo y hacerlo sentir, aunque sea apenas por unos segundos, la frescura de los años mozos. De allí, de ese instante inesperado, me brotó la necesidad de enviarte esta, muy tardía nota para expresarte mi tristeza por el adiós de Herlinda. Pero créeme, ahora, cuando la soledumbre (como le digo a lo que llaman soledad) es mi inevitable refugio, ese instante, ese zumbido del teléfono en el recuerdo del poema, me demuestra que los seres a quienes uno quiere jamás se ausentan de uno. Y Erlinda, para mí, es uno de esos seres, igual que tú y tu familia, que es también la mía. Que mi abrazo fraterno, Iván, llegue hasta Mercedes, a quien también quiero de corazón, aunque pocas veces nos vemos.”
Cuando la gente me pregunta para dónde vas y con quién, yo respondo con Dios, la Virgen de Coromoto, mi ángel de la guarda que es mi abuela Zoraida y la hacedora de mis días. Usted, doña Erlinda, a la que sigo amando cada día más, por la que sigo luchando hasta el último de mis alientos.
IVÁN COLMENARES