LA LUCHA DE TODOS Y EL RIESGO DE LA VERDAD-SIN-SENTIDO

Homar Garcés /

La verdad-sin-sentido de quienes se oponen a los cambios sociales, políticos, culturales y económicos busca (con un relativo éxito en alguna que otra nación) posicionarse en espacios sociales donde su credo no sea confrontado y se exprese a todas sus anchas. La misma se asienta en realidades que afectan particularmente a sus sostenedores (de una forma directa o indirecta), ya sea en un sentido psicológico, o espiritual o material, pero se pretende erigirla como la única verdad a seguir por todos. De ahí que se manifieste y se procure imponer a través de la violencia física y verbal, dirigida contra quienes son blancos de su aporofobia, xenofobia, misoginia e intolerancia irracional. De este modo, aquellos que se aferran a esa verdad-sin-sentido dejan aflorar sus miedos, sus insatisfacciones, sus incertidumbres y sus impotencias frente a los individuos y los grupos sociales que cuestionan y perturban, con sus exigencias legítimas de derechos y oportunidades, todo el andamiaje ideológico-cultural en que se han formado y con que han vivido conformes, negándose a reconocer que a estos también les asiste el derecho de ser reconocidos, según las leyes vigentes, como seres humanos y como ciudadanos. En cierta forma, esta verdad-sin-sentido es semejante al sentido absoluto proporcionado por las religiones a sus feligreses sin que ella se vea quebrantada por la duda crítica ni por la compasión ni por la comprensión de los valores que defienden y muestran los otros. Quizás alguien versado mejor en psicología pudiera rebatir la percepción respecto a que tales individuos desprecian el bien común, y son, por lo tanto, egoístas en extremo, y se sienten inferiorizados ante las circunstancias que sacuden su mundo seguro, lo que le resta motivos políticos reales a sus fanáticas acciones y discursos.

Muchos (por no decir todos) defensores de la verdad-sin-sentido olvidan o, simplemente, no quieren darse cuenta ni aceptan que nadie les mencione que la existencia de una sociedad justa, como lo aspira la gran mayoría de la humanidad, exige que las desigualdades sociales y económicas (más allá de un mero enunciado político) sean igualmente combatidas por los favorecidos del sistema-mundo imperante, contribuyendo al mejoramiento material y espiritual de aquellos que tienen la mala ventura de integrar la parte más baja y desventajosa de la escala social. Sin embargo, esta sola idea parece inconcebible en la mente algo desquiciada de los sujetos que se adhieren a la verdad-sin-sentido, a pesar de mostrarse, paradójicamente, fervorosos partidarios del cristianismo, de la democracia y de la justicia igualitaria. Prefieren desatar el caos que ellos le atribuyen a los otros antes que transigir frente a la nueva realidad que se presenta ante sus ojos, así esto signifique padecer los mismos males que ellos, como ocurrió en Chile durante los días previos al derrocamiento del presidente Salvador Allende y en Venezuela bajo los mandatos de Hugo Chávez Frías y de Nicolás Maduro Moros con una oposición ultrareaccionaria exigiendo sanciones de todo tipo y una invasión militar a gran escala de parte de Estados Unidos y de los demás gobiernos de igual signo ideológico, a tal punto que nada más importa sino sus ansias de restablecer el orden anterior.

En el mundo contemporáneo, observamos entonces cómo los pobres, los excluidos y los menos privilegiados reciben ataques de toda clase perpetrados sin remordimiento alguno por los sostenedores de la verdad-sin-sentido que, de esta manera, pretenden impedir que estos puedan acceder a un mejoramiento de sus condiciones de vida y a la participación y al protagonismo en la toma de decisiones en la estructura política. Esto, contrariamente a lo que pudiera suceder, es fomentado y naturalizado por los grandes consorcios de la información a nivel mundial y nacional, dando por sentado que, de permitírseles sus demandas, se estarán socavando por completo los cimientos del modelo civilizatorio actual; haciéndoles ver a todos que los sectores dominantes comparten sus mismos intereses cuando la realidad profunda es otra: la de mantener y ensanchar su hegemonía, hasta un grado similar o superior al poder absoluto ejercido por los reyes europeos y asiáticos de la antigüedad, como se infiere del comportamiento y de las medidas asumidas por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y todos aquellos que lo imitan en nuestro continente americano.

Un mayor ejemplo de todo lo anterior son los discursos de odio, los asesinatos, las güarimbas y los reiterativos pedidos de un bloqueo económico total contra la nación venezolana (aislándola del escenario internacional) de parte del extremismo derechista encabezado por María Corina Machado, Leopoldo López, Juan Guaidó, Julio Borges, Antonio Ledezma y otros más que, desde la comodidad de sus autoexilios dorados, instan a sus seguidores a través de internet a implementar toda táctica desestabilizadora que acabe con el gobierno chavista, sin querer percatarse del fracaso sufrido a través de más de veinte años consecutivos. Pero esto no parece afectar su propósito único de tomar el poder para sí y ampararse a la sombra del imperialismo yanqui con la promesa de traspasarle sin muchas condiciones el control de las riquezas minerales venezolanas, en un reconocimiento tácito de su índole neocolonizada. Con eso presuponen que la realidad creada por ellos en conjunto es la misma percibida por la mayoría de la población venezolana, la cual estaría siempre dispuesta a aguantar todo martirio con tal de sacar a Maduro de la presidencia y de eliminar todo rastro de chavismo; algo en apariencia semejante a las expresiones públicas por parte de la dirigencia chavista aunque con fines opuestos. En el fondo de todo, volviendo a la terminología psicológica, son presas de una condición ideológica patológica, llegando a mentir de una manera desvergonzada bajo la forma de apego a la verdad con tal de lograr sus ambiciones de poder. Sin advertirlo, dichas personas, los partidarios incondicionales de la verdad-sin-sentido, sea cual sea su lugar de origen, están reconociendo con sus palabras y actitudes la división de clases que caracteriza desde hace siglos la historia de la sociedad humana; lo que termina por darle unos mayores fundamentos a las luchas de resistencia antistémica emprendidas por los distintos sectores populares organizados del mundo más que a sus causas «legítimas». Es decir, sin percibirlo, estarían cavando sus propias tumbas, en una reacción en cadena contra el avance de la historia.

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