Homar Garcés /
Si el pueblo (entiéndase, los sectores populares organizados de manera autónoma) es el sujeto histórico de su propia emancipación, trascendiendo el papel histórico asignado por la izquierda revolucionaria al proletariado como clase social, sería entonces el principio del fin del sistema político, económico, social y cultural que hunde sus raíces en la tradición del pensamiento eurocentrista (o Modernidad) heredado del colonialismo hispano y reforzado ideológicamente mediante la dependencia y la transculturización fomentadas por el imperialismo gringo desde hace más de un siglo. Tres cosas serían, en un primer esbozo, esenciales para que dicha condición -revolucionaria desde cualquier punto de vista- tenga unos asideros firmes: 1) Una base material o desarrollo independiente de las fuerzas productivas, a través de métodos o mecanismos alejados, o suficientemente diferenciados, de la lógica capitalista imperante, con un dominio consciente de la actividad productiva en general; 2) Un nuevo tipo de educación que estimule en todo momento el espíritu de comunidad y una ética ciudadana que refuerce la práctica y la profundización de la democracia social, a través del consenso y la participación en asambleas; y 3) El desarrollo y la extensión de inéditas e independientes formas de organización no burocráticas (o burocratizadas). Durante este proceso, es importante que haya una diversidad integrada de factores sociales, económicos, culturales y políticos con sus propios espacios de gestión, sin que esto represente pérdida de los objetivos y la idiosincrasia de cada uno de ellos. La democracia que se derive de este proceso deberá, en consecuencia, caracterizarse por garantizar dos principios imprescindibles para que pueda sustentarse apropiadamente: el pluralismo y la autogestión de ciudadanos y colectividades, sin verse coartados de alguna manera por el Estado y las formas de gobierno tradicionalmente constituidos; los cuales -gracias a este novedoso proceso revolucionario- tendrán que desaparecer irremisiblemente, si no del todo, al menos en aquellas funciones que bien pudieran cumplir las comunidades revolucionarias organizadas.
No obstante, siempre habrá un riesgo latente que afrontar, no únicamente los embates de las clases y grupos sociales, económicos, políticos y culturales desplazados del poder constituido. De acuerdo con lo escrito en su libro “El sueño de una cosa (Introducción al Poder Popular)” por Miguel Mazzeo, “las organizaciones que excluyen o tergiversan las iniciativas de las bases y la autoactividad de los de abajo, las que preparan día a día a sus cuadros para la subordinación y el acatamiento, las que contienen a la militancia a partir del ‘aparato’ y de los incentivos materiales, las que terminan disciplinando la lucha de clases y subordinando las experiencias de luchas populares a sus propias metas, no pueden invocar, de modo consecuente, pretensiones contrahegemónicas. Estas organizaciones caen irremediablemente en el fatuo, el autoritarismo y la ignorancia, sustentan figuras complejas y maliciosas que eligen poses revolucionarias o ‘progresistas’, pero que son conservadoras por instinto; mentes estrechas que encuentran el placer mas exquisito en el dogma que les sirve para conservar sus privilegios, por otra parte, se trata de organizaciones condenadas a la sangría permanente de militantes”. Siguiendo estas líneas, Mazzeo habla del nuevo tipo de liderazgo que debe engendrar este proceso revolucionario para serlo realmente: “Un liderazgo colectivo, con mecanismos adecuados para inhibir la gestión de estratos burocráticos. La base como residencia predilecta del poder, la distribución horizontal del poder, la dirección colectivizada construida por un ‘comunismo en acto’, son algunas de las principales garantías contra el impulso de dominación y burocratización y, a la vez, un reaseguro contra los intentos de cooptación de los movimientos populares”. Esto representa un gran cambio de mentalidad entre las bases populares y sus dirigentes, teniendo que modificar sustancialmente su forma de ver las cosas y de concebir el ejercicio del poder y las relaciones clásicas establecidas entre unos y otros, de modo que exista un nuevo tipo de democracia, directa, sin intermediarios, consensual, participativa y protagónica.
El liderazgo colectivo tiene que ser expresión reiterada de la voluntad popular y no de los intereses grupales o individuales de quienes asumen la alta responsabilidad de orientar la organización y la consolidación del poder popular. En este sentido, es importante acotar que este liderazgo colectivo basa sus tareas en la voluntad y la soberanía de las asambleas de base por lo que es fundamental que sus participantes sean parte de las mismas, sin constituirse en un liderazgo del tipo mesiánico e irreemplazable, lo que, de suceder, significaría el fin de todo el proceso de cambios revolucionarios que se han suscitado y la instauración de unos mandos que serían cualquiera cosa, menos revolucionarios. Así que una cosa no puede ni debe separarse de la otra. El poder popular se cimenta en la acción del liderazgo colectivo y este a su vez en la soberanía ejercida desde las bases por el poder popular; lo que deberá extenderse a todos los niveles de gobierno existentes, evitándose al mismo tiempo su posible burocratización, otro de los peligros que los revolucionarios tendrán que afrontar durante la transición de la construcción de la sociedad de nuevo tipo que surgirá con la instauración del socialismo revolucionario. Por otra parte, hay que mencionar que este liderazgo colectivo y este poder popular tendrán que desarrollarse con aptitudes que resalten una alta moralidad, unos sentimientos sociales y un conocimiento práctico del estado económico, social, político y militar, tal como lo recomendara el Maestro Simón Rodríguez en sus escritos dirigidos a las nacientes repúblicas de Nuestra América/Abya Yala/Améfrica Ladina, manteniéndose vigente en muchos aspectos. Esto, de ponerse en práctica en todo momento, contribuirá a promover entre el pueblo un sentido mayor de pertenencia y unos mayores vínculos de ayuda mutua, fortaleciendo y defendiendo los intereses colectivos por encima de los intereses particulares; otorgándole un nivel más profundo y real a lo que denominamos comúnmente como democracia.
Por todo lo anterior, no se podrá eludir el aludir que en la época presente se ha agudizado el enfrentamiento sempiterno entre las minorías dominantes o hegemónicas y los sectores subalternizados; las primeras, defendiendo sus privilegios, mientras los segundos luchan por lograr mayores espacios de igualdad y de participación protagónica en los asuntos que afectan a sus vidas de una manera general, lo que representa un serio cuestionamiento a los cimientos y a la moralidad sobre los que se ha construido el orden vigente. De ahí que resulte lógica la reacción negativa de los sectores hasta ahora dominantes frente a la posibilidad de ser desplazados del poder por una propuesta de transformación estructural revolucionaria que tenga sus principales fundamentos en la acción creadora y re-creadora del poder popular y de un liderazgo colectivo sin nexos con el pasado. Esto ya supone que en el seno del poder popular y del liderazgo colectivo tiene que fomentarse un debate permanente y abierto a todos los puntos de vista que se formulen para hacer realidad la sociedad de nuevo tipo bajo el socialismo revolucionario, lo que no podrá obviarse, apelando a las gastadas fórmulas de las razones de Estado a las que suelen recurrir aquellos que tienen el control del poder, haciéndose imposible la existencia de una verdadera democracia participativa, consensual y protagónica. Este es un elemento de primera importancia que debe manifestarse en todos los escenarios. Sin él, el poder popular y el liderazgo colectivo carecerían de la suficiente legitimidad que debe cubrirlos, por lo que se requiere también un amplio conocimiento de las experiencias revolucionarias del pasado, extrayendo de las mismas todas las lecciones que podrían ayudar al fortalecimiento del proceso de cambios revolucionarios, sin caer en el dogmatismo ni en el copiado automático, como bien lo advirtió el Amauta José Carlos Mariátegui, porque se abrirían las compuertas al reformismo y, con él, a la restauración de los viejos modelos de Estado y de sociedad que se pretenderían extirpar de raíz.

