ALDO ROJAS PADILLA /
La época contemporánea, a menudo glorificada por su conectividad y acceso ilimitado a la información, alberga una de las paradojas más desconcertantes de la historia humana. Un connotado observador social podría preguntarse cómo es posible que, en una era de big data y conocimiento instantáneo, se esté experimentando una de las eras más ignorantes que se recuerden. Esta no es una simple casualidad; es el diagnóstico de una patología social profunda, anticipada por pensadores como Schopenhauer y Michel Foucault, que señala la inversión completa de los valores intelectuales.
El pensador Arthur Schopenhauer advertía que leer es pensar con cabeza ajena. Hoy, esa advertencia se manifiesta a escala industrial. Se vive inmerso en la peligrosa ilusión del conocimiento instantáneo, donde la capacidad de hallar una respuesta en un motor de búsqueda se confunde erróneamente con la sabiduría para comprender la complejidad de la existencia.
Google se ha transformado en el oráculo moderno, pero a diferencia del Oráculo de Delfos, que obligaba a la introspección, el oráculo digital actual solo alimenta las expectativas de respuestas rápidas para problemas que exigen maduración intelectual y contemplación profunda. Esta dinámica ha cultivado una generación que cree poseer conocimiento cuando, en realidad, solo ha desarrollado habilidades de búsqueda y recuperación de información. Es la diferencia crítica entre poseer una biblioteca y ser un erudito, una distinción que la sociedad contemporánea oscurece deliberadamente.
La voluntad deliberada de ignorar
La ignorancia actual no es la ausencia tradicional de información, sino algo mucho más insidioso: la voluntad deliberada de ignorar. El conocimiento verdadero se ha convertido en una carga emocional insoportable, y la respuesta colectiva ha sido desarrollar una resistencia psicológica activa hacia él.
Schopenhauer observaba que todo hombre toma los límites de su propio campo de visión como los límites del mundo. Hoy, sin embargo, ese campo se estrecha de forma consciente o inconsciente porque la verdad plena resulta insoportable para la psique moderna. Lo que se presencia es un mecanismo inconsciente de ignorancia voluntaria, un sistema sofisticado de filtros mentales desarrollado para evitar cualquier información que desafíe la construcción mental preexistente de la realidad.
La biología juega un papel cruel en esta prisión intelectual refinada: la dopamina liberada al confirmar nuestras propias creencias resulta más gratificante que la satisfacción, a menudo dolorosa y compleja, del aprendizaje genuino.
La producción industrial de la mediocridad
En este panorama, la visión de Michel Foucault cobra una relevancia escalofriante. Foucault reveló que el poder no solo reprime, sino que produce realidades. En la era digital, se es testigo de la producción industrial de ignorancia. Esto ocurre a través de algoritmos que confinan a los individuos en burbujas epistemológicas y mediante sistemas que priorizan la conformidad sobre el pensamiento crítico.
Foucault llamó gubernamentalidad al modo en que el poder guía nuestras conductas a través de la propia libertad. En la era digital, esa lógica ha encontrado su expresión más pulida. El individuo no es forzado a ser ignorante; es cuidadosamente orientado a elegir la ignorancia y a llamar a esa elección «autonomía intelectual».
La paradoja más cruel reside en que la misma tecnología que debería ser el instrumento de liberación intelectual se ha convertido en el medio más eficaz de control mental, no mediante la censura brutal, sino mediante la superabundancia de información irrelevante que fragmenta la capacidad de concentración y reflexión profunda. Esta es una ignorancia por exceso de ruido, una forma mucho más peligrosa y sofisticada de control.
La urgencia y el intelectual performático
La patología más visible es la neurosis colectiva de la urgencia. Se vive bajo una presión constante para emitir opiniones inmediatas sobre asuntos complejos, creando una cultura de sabiduría superficial que se enmascara como dinamismo.
Se ha llegado al punto donde la velocidad de la respuesta se volvió más importante que su precisión. La sociedad premia la reactividad sobre la reflexión. Schopenhauer ya había señalado que usar muchas palabras para comunicar pocos pensamientos es la señal infalible de la mediocridad. Hoy, esto se ha normalizado en el concepto del intelectual performático, aquel que domina perfectamente el lenguaje de la sabiduría sin poseer su sustancia esencial. Se ha desarrollado un lenguaje sofisticado para hablar sobre sabiduría, evitando cuidadosamente el enfrentamiento real con la complejidad de la existencia.
Otro síntoma revelador es la sustitución de la búsqueda de la verdad por la búsqueda de razones para indignarse. La indignación ofrece una poderosa sensación de superioridad moral sin requerir el trabajo arduo y doloroso del pensamiento genuino. Es, en palabras llanas, la «droga del intelecto»: intensa, adictiva y, finalmente, destructiva para la capacidad de pensar con claridad.
Esta sed de certeza prematura, esta alergia a la incertidumbre, es quizás el asesino más eficaz de la sabiduría. Se prefiere estar equivocado con convicción que estar en lo cierto a través de un proceso gradual de descubrimiento.
El coraje de la duda creativa
La era de la ignorancia no es un destino inexorable; es una elección colectiva que se realiza cada día. La clave para revertir este proceso reside en una responsabilidad individual profunda: elegir conscientemente la sabiduría sobre la ignorancia cómoda.
Schopenhauer enseñaba que toda verdad pasa por ser ridiculizada, combatida violentamente y finalmente aceptada. El primer paso para la salida requiere el coraje de aplicar esta lógica a la propia condición intelectual: reconocer que lo que se considera conocimiento puede ser solo la sofisticación de los propios prejuicios.
Lo que se necesita es rescatar la capacidad perdida de pensar lentamente, de contemplar profundamente, permitiendo que las ideas maduren. Esta disciplina de la contemplación profunda es la forma más radical de resistencia a la tiranía de la urgencia.
La auténtica sabiduría no es una colección de certezas estáticas, sino un estado de investigación constante, una postura de apertura permanente a la complejidad. El desafío reside en abrazar la duda creativa, que no destruye, sino que libera y construye una comprensión más sólida de la realidad. Como resumía Schopenhauer, aunque el hombre puede hacer lo que quiere, no puede querer lo que quiere; la libertad fundamental reside en elegir conscientemente qué queremos querer: ¿la profundidad o la superficialidad?
La pregunta crucial no es si se tienen las herramientas para crear una sociedad más sabia —puesto que existen—, sino si se tiene el coraje de confrontar la propia ignorancia y de abrazar la vulnerabilidad del crecimiento genuino. Reconocer esta elección es el primer paso hacia una nueva era de sabiduría auténtica.
Esta elección consciente es como encender una pequeña luz en la oscuridad colectiva, una oportunidad para participar en la evolución de la conciencia humana.

