RAIMOND GUTIÉRREZ /
Desde el momento en que el ser humano comenzó a vivir en grupos, surgió la necesidad de establecer normas que regularan su comportamiento y permitieran la convivencia pacífica. Esas normas, que con el tiempo se fueron perfeccionando y sistematizando, dieron origen al Derecho. Sin embargo, en el asunto que tratamos hoy, es del escritor y dramaturgo argentino Ernesto Mayo la frase: “Leyes hay, lo que falta es justicia”.
De allí que esta vez no solo abordaremos el tema del título desde la óptica jurídica, sino también social, pues «La consagración del derecho a la alimentación en la Constitución o en alguna norma jurídica, es una condición necesaria pero de ninguna manera suficiente para que se garantice de forma material o efectiva ese derecho» (Marrero J., Iciarte M., Márquez C. y López S. “Lineamientos para legislar y justiciabilidad del derecho a la alimentación en países de economía rentista: El caso de la República Bolivariana de Venezuela”. Observatorio del Derecho a la Alimentación en América Latina y el Caribe. Santiago de Chile, 2016).
Primeramente, en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, el Derecho a una Alimentación Adecuada se encuentra protegido por el Protocolo Adicional a la Convención Americana Sobre Derechos Humanos en Materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales o «Protocolo de San Salvador», en vigor desde 1999, en el que se refuerzan los dos elementos centrales del Derecho a una Alimentación Adecuada: 1. Toda persona tiene derecho a una nutrición adecuada que le asegure la posibilidad de gozar del más alto nivel de desarrollo físico, emocional e intelectual. 2. Con el objeto de hacer efectivo este derecho y erradicar la desnutrición, los Estados parte se comprometen a perfeccionar los métodos de producción, aprovisionamiento y distribución de alimentos, para lo cual se comprometen a promover una mayor cooperación internacional en apoyo de las políticas nacionales sobre la materia (art. 12).
Asimismo, la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela instituye la garantía a la seguridad alimentaria de la población, entendida como la disponibilidad suficiente y estable de alimentos en el ámbito nacional y el acceso oportuno y permanente a estos por parte del público consumidor (art. 305).
Adicionalmente, a través de la Ley Orgánica de Seguridad y Soberanía Alimentaria se garantiza la seguridad y soberanía agroalimentaria (art. 1). Y la Ley Orgánica para la Protección de Niños, Niñas y Adolescentes preceptúa y desarrolla el derecho de todo niño a la alimentación nutritiva y balanceada, en calidad y cantidad que satisfaga las normas de la dietética, la higiene y la salud, como parte integrante del derecho a un nivel de vida adecuado que asegure su desarrollo integral (art. 30).
En definitiva, el marco legal existe; el cumplimiento es la deuda pendiente. De allí que el foco de estas notas se centre también en el más reciente informe (agosto de 2025) del programa Sistema de Alerta, Monitoreo y Atención en Nutrición y Salud de Cáritas de Venezuela, la organización de la iglesia católica para la caridad. Ese documento detalla el estado nutricional de los niños menores de 5 años, la naturaleza de los riesgos que enfrentan sus familias y la ubicación geográfica de las zonas más vulnerables, con el fin de priorizar el seguimiento médico-nutricional.
El informe revela una descarnada realidad sobre la situación actual de los niños venezolanos. Sus cifras, que a primera vista pueden parecer simples guarismos, se traducen contextualmente en datos devastadores: Venezuela sigue atrapada en una crisis humanitaria persistente. El estudio demuestra que la desnutrición infantil ha regresado a niveles insospechados. La muestra evaluó a 2.502 niños menores de 5 años y a 740 mujeres embarazadas o lactantes en 20 estados del país. Aunque esta cobertura no es exactamente representativa de toda la nación, sí funciona como un “termómetro” preciso de las zonas más vulnerables.
Los resultados son impresionantes: el 9,1% de los niños evaluados presenta Desnutrición Aguda Global (moderada/severa). Esto equivale a unos 228 niños con una condición que, sin tratamiento rápido, puede significar un daño irreversible o incluso puede ser mortal si no se trata con urgencia. Si se suman aquellos en riesgo de desnutrición, la cifra asciende al 29,5%, cerca de 738 niños.
En términos de la Tabla de Referencia de Inseguridad Alimentaria Aguda de la Clasificación Integrada de Fases de la Seguridad Alimentaria (Integrated Food Security Phase Classification) –que sirve, entre otras, a la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), al Centro Común de Investigación (JRC) de la Comisión Europea, al Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), al Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), al Banco Mundial y a la Organización Mundial de la Salud (OMS)–, en general nuestro país se ubica en Fase II (Estrés), pero el mapa interno es peor: una de cada cinco entidades federales ya está en Fase IV (Emergencia) y otra cuarta en Fase III (Crisis).
Los más pequeños son, a su vez, los más afectados. El 42% de todos los casos de desnutrición detectados corresponde a niños menores de 2 años. Entre los menores de 7 meses, la situación es directamente alarmante: el 17,6% presenta desnutrición aguda, casi el doble del promedio nacional del estudio. Esto no es casual: la desnutrición en lactantes es un indicador extremo de deterioro generalizado, que exhibe la incapacidad estructural de un país para garantizar lo más elemental: la alimentación de sus recién nacidos.
La muestra es igualmente grave para las mujeres. De las 740 embarazadas y lactantes evaluadas, el 18% presenta riesgo nutricional. En el caso de los embarazos adolescentes, que representan el 23% del total, el riesgo se eleva también al 23%, un reflejo de una crisis que se multiplica justo en la población más vulnerable.
A esta situación se suma la precariedad creciente en los hogares. En las encuestas familiares aplicadas en ocho estados, el 76% de las familias ha tenido que liquidar sus ahorros para comer, el 54% se ha endeudado y el 59% ha experimentado privación en la cantidad y calidad de los alimentos. A ello se agrega otro elemento detonante: más del 90% de los hogares no cuenta con acceso continuo al agua potable, un colapso del servicio que dificulta todo, desde la lactancia y la preparación de alimentos hasta la prevención de enfermedades gastrointestinales que profundizan la desnutrición.
El comportamiento histórico de la desnutrición en Venezuela completa el lamentable cuadro. Según el informe, hubo dos momentos de empeoramiento agudo: el colapso económico, político y social entre 2017 y 2018, y luego el impacto de la pandemia, seguido por un repunte severo desde 2023. Este último período se caracterizó por un mayor deterioro, menor financiamiento humanitario y menos organizaciones capaces de dar respuesta. Lo más grave es la constatación de fondo: ni siquiera en los principales momentos de “mejoría” fue posible salir de las Fases II y III de severidad humanitaria. Las condiciones estructurales nunca fueron resueltas.
Colofón de todo lo dicho es que se impone reflexionar sobre el grandísimo inconveniente que exhibe lo aquí tratado, porque –en palabras de la cantante y ceramista colombiana Andrea Echeverri Arias– uno también es culpable si vive tranquilo en medio de la injusticia.
El derecho a la alimentación de los niños: un llamado a la reflexión

