Abg. Raimond M. Gutiérrez M. /
De acuerdo con el artículo 57 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, “Toda persona tiene derecho a expresar libremente sus pensamientos, sus ideas u opiniones de viva voz, por escrito o mediante cualquier otra forma de expresión, y de hacer uso para ello de cualquier medio de comunicación y difusión, sin que pueda establecerse censura. Quien haga uso de este derecho asume plena responsabilidad por todo lo expresado. No se permite el anonimato, ni la propaganda de guerra, ni los mensajes discriminatorios, ni los que promuevan la intolerancia religiosa. Se prohíbe la censura a los funcionarios públicos o funcionarias públicas para dar cuenta de los asuntos bajo sus responsabilidades.”
Para una mejor comprensión en cuanto al contenido, propósito y alcance de esa norma constitucional, es necesario concatenarla con los artículos 28, 58 y 143 de nuestra Carta Magna, los cuales están referidos respectivamente al derecho a la información y a los datos sobre sí mismo; al derecho a la libertad y pluralidad de la comunicación y a la información oportuna, veraz e imparcial; y, al derecho a la información administrativa y al acceso a los documentos oficiales.
En cuanto a su génesis en el Sistema Internacional de Derechos Humanos, la libertad que propugna el consabido artículo 57 tiene su fundamento en la «Declaración Universal de los Derechos Humanos» (de 1948) adoptada por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), que instaura en su artículo 18, el derecho de toda persona a la libertad de pensamiento, y en su artículo 19, el derecho que todo individuo tiene a la libertad de opinión y de expresión. A su vez, tanto el «Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos» (de 1966) adoptado por el mismo órgano de la ONU, como la «Declaración Americana sobre Derechos y Deberes del Hombre» (de 1948) y la «Convención Americana sobre Derechos Humanos» (de 1969) –ambas de la Organización de Estados Americanos-, consagran la libertad de pensamiento y de expresión.
Concretamente, en la Convención Americana sobre Derechos Humanos se estableció el derecho de réplica, de rectificación o de respuesta, conforme al cual toda persona afectada por informaciones inexactas o agraviantes, emitidas en su perjuicio a través de medios de difusión legalmente reglamentados y que se dirijan al público en general, tiene derecho a efectuar, por el mismo órgano de difusión, su rectificación o respuesta en las condiciones que establezca la ley.
Por su parte, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) aprobó en su centésimo octavo período ordinario de sesiones, la «Declaración de Principios sobre la Libertad de Expresión», la cual establece –entre otras- que las llamadas “leyes de desacato” –aquellas que penalizan las expresiones insultantes dirigidas a los funcionarios públicos- violan el derecho humano a la libertad de expresión y atentan contra en derecho a la información.
Con todo ello queda claro que, la libertad de expresión es un derecho humano y constitucional fundamental para la consolidación y desarrollo de la democracia; reconocido –como hemos visto- en los instrumentos normativos internacionales; y, pese a que no es un derecho absoluto, dado que trae consigo restricciones, no es difícil deducir que tales limitaciones tienen carácter excepcional porque –además de estar sólo reguladas en la ley- se erigen para situaciones propias del desenvolvimiento de una sociedad republicana.
En cuanto a dichas restricciones, la CIDH ha rechazado el argumento –emanado generalmente de personeros con funciones públicas- según el cual, el honor puede tener una jerarquía superior al derecho a la libertad de expresión. Ardid que, lógicamente, rechazamos por infausto.
Históricamente, todas las Constituciones venezolanas (desde 1811 hasta 1999) han mantenido el principio general de la libertad de expresión; y partiendo de este dato, toda interpretación debe fundamentarse en los principios y valores que nuestro Texto Político Fundamental propugna, con el fin de evitar toda incertidumbre al respecto.
Relativo al asunto que nos ocupa, la doctrina jurisprudencial del Tribunal Supremo de Justicia luego de la aprobación de nuestra Constitución en 1999, la Sala Constitucional mediante sentencia n° 1013, del 12 de junio de 2002, en el caso que se conoció como “Elías Santana”, trató aspectos de particular importancia relacionados con la libertad de expresión y el derecho a réplica. Sin embargo, con el pasar de los años ha resultado evidente que ese fallo judicial, devenido de una acción de amparo constitucional, se excedió en cuanto a que repercutió en ser restrictivo, reglamentario y discriminatorio, pues sugirió la implementación de un “juez sensor o evaluativo”, cuyas competencias y limitaciones sólo han de estar en la ley. Ello así, estimuló en nuestro país las nombradas “leyes de desacato” a las que antes nos referimos; y estableció un sistema inédito en lo que concierne a los llamados “delitos de opinión”, al desarrollar un procedimiento inapropiado para su ventilación, que vino en ser el previsto en la Ley Orgánica de Amparo sobre Derechos y Garantías Constitucionales.
De todo lo precedente, es concluyente que:
i. Ningún acto de gobierno: acto administrativo propiamente dicho, acto material de la administración pública, acto decisorio de cualquier órgano del Poder Público o falo o sentencia judicial –mucho menos un acto particular-, puede establecer condiciones o restricciones a la libre expresión del pensamiento y a los derechos de información y de réplica, distintas a las establecidas en la ley, especialmente a los medios de comunicación o a su través; inobservando las opiniones consultivas vinculantes de la CIDH, sobre esta materia.
ii. Cónsono con el artículo 23 de nuestra Constitución, la Declaración de Principios sobre la Libertad de Expresión aprobada por la CIDH, forma parte integrante y progresiva de los artículos 57 y 58 constitucionales.
iii. Las denominadas “leyes de desacato” no tienen cabida en nuestro ordenamiento jurídico, considerado así a la luz de los citados artículos 57 y 58.
iv. Ningún órgano del Poder Público diferente al Poder Legislativo Nacional, está facultado para crear la figura de un juez evaluador discrecional en materia de libertad de expresión.
v. No pueden tramitarse a través de un procedimiento breve y sumario –como es el de amparo constitucional- acciones tendentes a resolver situaciones relativas a la libertad de expresión, en las que se denuncien hechos punibles referidos a los delitos de difamación, injuria o vilipendio. Y,
vi. De las normas contenidas en los ya tantas veces aludidos artículos 57 y 58, no puede inferirse que las manifestaciones enmarcadas en el género opinión puedan ser objeto de condicionamientos ni restricciones similares a las pertenecientes al hecho informativo.
Que por el momento no se atiende a los parámetros aquí analizados, no es por culpa de los instrumentos que conforman el Sistema Internacional de Derechos Humanos ni de la propia Constitución de la República; a cuyo efecto –con José Martí (1853-1895)- recordamos que: “De la justicia no tienen nada que tener los pueblos, sino los se resisten a ejercerla”.