Abg. Esp. Raimond M. Gutiérrez M. /
Acontecidos, así como han sido, los últimos los hechos políticos en el ámbito nacional, es preciso recordar, antes que todo, que el Estado venezolano está compuesto por: la población, el territorio y el gobierno; mismos elementos que a su vez lo son de la soberanía, principio cardinal de la teoría del Estado democrático. Luego, la soberanía popular (diferente de la soberanía como atributo del Estado) reside intransferiblemente en la población, quien la ejerce directamente en la forma prevista en la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela y en las leyes, e indirectamente, mediante el sufragio, por los órganos que ejercen el Poder Público. Los órganos de gobierno del Estado emanan de la soberanía popular y a ella están dichos órganos sometidos (artículo 5).
La soberanía -como potestad política, suprema e ilimitada- es el poder que tiene la población -como elemento integrante del Estado- para decidir sobre las decisiones políticas. Es un concepto que se relaciona con la independencia, la autonomía y la autodeterminación, y se caracteriza por ser: absoluta, porque el poder es originario y no depende de otros; perpetua, porque su razón de ser trasciende a las personas que la ejercen; e, imprescriptible, inalienable e irrenunciable, porque nunca se pierde ni se quita ni es declinable. Además, todos los venezolanos tenemos el solemne deber de resguardar y proteger la soberanía (art. 130).
Por lo demás, los medios con los que la población ejerce su soberanía política son: la elección de quienes ocuparán los cargos públicos, el referendo, la consulta popular, la revocatoria del mandato, la iniciativa legislativa (constituyente y constitucional), el cabildo abierto y la asamblea de ciudadanos cuyas decisiones son de carácter vinculante, entre otros (art. 70).
Y es que también, la población es la única fuente creadora de los poderes públicos del Estado, cuya voluntad expresada a través del voto en el ejercicio de su soberanía debe ser preservada por el Poder Electoral (art. 2 de la Ley Orgánica del Poder Electoral); siendo asimismo que, la soberanía política es un principio que rige los procesos electorales (art. 3 de la Ley Orgánica de Procesos Electorales).
De todo ello es que redunda, la falta de leyes no es el problema, el problema está en que no se cumplen; o como diría el escritor argentino Ernesto Mallo: «Leyes hay, lo que falta es justicia».
En una democracia, el ejercicio de los poderes estatales debe estar controlado por las reglas del derecho: por las leyes; y como medida institucional para prevenir el abuso de poder, debe existir la separación, la autonomía y la independencia de los poderes públicos. Es así como, los derechos humanos y garantías constitucionales plasmados en nuestra Carta Magna, sirven como protección legal de la población contra el abuso del poder del gobierno del Estado. Lo contrario es absolutismo, en el que la soberanía se considera como investida solo en el gobernante, típicamente sobre bases de facto, cuyos poderes se hacen ver como exclusivos, supremos e inalienables en relación a sus subordinados y en su territorio; donde no hay una distinción clara entre las funciones públicas y privadas del gobernante, pues este dirige al Estado como si él es el soberano, como si es el Estado mismo. En fin: «Yo soy el Estado» (frase representativa del absolutismo que es generalmente atribuida a Luis XIV de Francia).
Nosotros, formados en la Ciencia del Derecho y con un aprendizaje de más de 37 años, somos fervientes y convencidos militantes de la tesis según la cual: la mayor suma de felicidad posible, de seguridad social y de estabilidad política -en palabras de El Libertador al instalar el Congreso de Angostura-, solo es alcanzable en un Estado donde impere «La dictadura de la ley», la que supone el irrestricto imperio de la ley y su exacto acatamiento, sin otros miramientos que no sea el de la justicia; pero no -como decía León Tolstoi (1828-1910)- de leyes cargadas de violencia, patrioterismo, emblema y coyuntura, que sirvan de cortada a los jueces; sino de leyes -ciertamente consultadas y discutidas- que en efecto, emanen de la soberanía popular mediante la elección legítima, transparente y confiable de los integrantes de un Poder Legislativo Nacional democrático e independiente. A nuestro modo de ver, solo así podemos aspirar a vivir sin sobresaltos, con la cortesía ciudadana restaurada y en un país donde vuelvan a tener circulación garantizada las virtudes republicanas.
Modernamente, esa tesis es acogida por infinidad de autores, quienes dan cuenta de los axiomas siguientes: la población expresa indirectamente su poder soberano mediante la ley, que se convierte así en la principal fuente del derecho, y así todas las fuentes del derecho tienen su fundamento en la voluntad del soberano; y, la esencia de la ley es el mandato popular del soberano, pero su validez depende de su contenido racional, pues una norma cuyo fin no fuese realizar la justicia, no sería derecho.
En efecto, si de acatar las leyes se trata, viene al caso insistir en que, según el artículo 7 de nuestro Texto Político Fundamental: «La Constitución es la norma suprema y el fundamento del ordenamiento jurídico. Todas las personas y los órganos que ejercen el Poder Público están sujetos a esta Constitución.» Y es precisamente esa Ley Suprema Nacional la que estatuye, en su artículo 138: «Toda autoridad usurpada es ineficaz y sus actos son nulos.»; en su artículo 139: «El ejercicio del Poder Público acarrea responsabilidad individual por abuso o desviación de poder o por violación de esta Constitución o de la ley.»; en su artículo 333: «Esta Constitución no perderá su vigencia si dejare de observarse por acto de fuerza o porque fuere derogada por cualquier otro medio distinto al previsto en ella. (…)»; y, en su artículo 350: «El pueblo de Venezuela, fiel a su tradición republicana, a su lucha por la independencia, la paz y la libertad, desconocerá cualquier régimen, legislación o autoridad que contraríe los valores, principios y garantías democráticos o menoscabe los derechos humanos.»
A nosotros toca resolver el problema. ¿Cómo después de haber roto todas las trabas de nuestra antigua opresión, podemos hacer la obra maravillosa de evitar que los restos de nuestros duros hierros no se cambien en armas liberticidas? Porque, la continuación de la autoridad en un mismo individuo frecuentemente ha sido el término de los gobiernos democráticos. Un justo celo es la garantía de la Libertad Republicana, y nuestros ciudadanos deben temer con sobrada justicia que el mismo magistrado, que los ha mandado mucho tiempo, los mande perpetuamente.
El párrafo anterior no es dicho nuestro. Lo es, nada más y nada menos que del Padre de la Patria, El Libertador Simón Bolívar, el lunes 15 de febrero de 1819, en el Segundo Congreso de Venezuela, celebrado en la ciudad de Santo Tomás de la Nueva Guayana en la Angostura del Orinoco, la actual Ciudad Bolívar.
Así que, ¡El que tenga ojos, que lea!