ALDO ROJAS PADILLA /
Hay palabras que parecen gastadas de tanto usarse. “Dignidad” es una de ellas. Pero basta con mirarla de frente para descubrir que no es un vocablo vacío, sino la médula que sostiene nuestra condición de humanos. Todo lo demás —los títulos, las posesiones, los reconocimientos— son ornamentos perecederos; la dignidad, en cambio, es lo que permanece cuando el oropel se desvanece.
La dignidad se ejerce primero en silencio. Es ese gesto íntimo de no traicionarse a uno mismo; de no vender por baratijas lo que constituye el núcleo de la propia alma. Implica respeto, sí, pero un respeto que va más allá de las fórmulas sociales: respeto por la palabra dada, por la verdad dicha, por la mirada del otro que nos interpela. Quien posee dignidad no se deja corromper por la tentación fácil ni por la comodidad del cinismo.
En la esfera pública, la dignidad es la materia prima de la ciudadanía. Sin ella, la democracia es una escenografía hueca. Una sociedad que tolera la mentira como norma, la deshonestidad como estrategia y la falta de probidad como rutina, no hace más que cavar su propia fosa. La dignidad es entonces el suelo moral que nos permite reconocernos iguales en la diferencia, y libres en la pluralidad.
Hay quien confunde sinceridad con brutalidad. La dignidad nos enseña lo contrario: que la verdad, despojada de empatía, se convierte en una piedra arrojadiza. La sinceridad digna es aquella que ilumina sin herir, que abre caminos sin dejar cicatrices inútiles. Así se encuentran la honradez y la compasión, la franqueza y la ternura.
El honor, palabra antigua, suele sonar a duelo de espadas o a medallas oxidadas. Pero el honor en clave de dignidad no es un gesto altisonante: es la perseverancia callada del que hace lo correcto aunque nadie lo mire. Es la terquedad del honesto en un mar de conveniencias —la firmeza del justo en medio de la tempestad.
Esto no significa rigidéz moral; la dignidad también sabe de flexibilidad y perdón, especialmente hacia uno mismo, pues también en la caída y el error puede residir un acto de dignidad al reconocerlos.
Si la sociedad tuviese un norte verdadero, ese norte sería la dignidad. No el éxito vacío ni la riqueza fugaz, sino ese estado interior que nos permite mirar a los demás sin soberbia y mirarnos a nosotros mismos sin vergüenza. La dignidad es brújula secreta: orienta a quien no quiere perderse en el laberinto del poder, del dinero o de la vanidad.
Hoy, cuando tantas brújulas están rotas, urge recordar que sin dignidad no hay convivencia posible, ni política que se sostenga, ni amor que dure. La dignidad es el último bastión: si la perdemos, nos perdemos con ella. Es la quietud del sereno que guarda su historia sin mendigar lástima; es la mano tendida que ayuda sin humillar.