Homar Garcés /
Lo peor que le pudo suceder al pueblo venezolano es que dejó de ser pendejo y ya con esta afirmación tremendista bastará para no continuar escribiendo ni leer los párrafos siguientes. No obstante, habría alguna razón valedera para hacerlo, ya que Venezuela es otra y esto no es coincidir -como alguien lo consideraría- con quien nos gobierna en la actualidad y mucho menos con algunos «nostálgicos» que repiten como loros amaestrados que «antes éramos felices y no lo sabíamos». Podríamos basar nuestra afirmación en lo expresado por el afamado escritor Arturo Uslar Pietri durante una transmisión televisiva del programa «Primer Plano», el 16 de mayo de 1989. En ella, el autor de la novela «Las lanzas coloradas», al tocar el tema de la honestidad en Venezuela, expresó: «Si usted decide meterse a peculador o ladrón, el riesgo de ir a prisión es mínimo. Aquí nadie sufre con meterse a pícaro, porque no hay castigo para eso… aunque serlo (ser honesto) no le signifique alguna recompensa, y no faltará desde luego alguien que le diga: «Caramba, ese hombre sí es honesto». Pero lo más seguro es que le declaren más bien pendejo». Aquello fue un escándalo para los cultos oídos de la sociedad civil de la época, pero Uslar Pietri no hizo más que hacerse eco de lo que fue (y aún lo es) vox populi, es decir, lo que la mayoría de la gente afirmaba entre sí, pero que no se atrevía a decirlo abiertamente. La reacción en otros niveles promocionó la Marcha de los Pendejos el 15 de junio de ese mismo año, el mismo año del Caracazo y de las denuncias confirmadas de corrupción de Recadi. Por su parte, Uslar Pietri estableció, durante su programa televisivo «Valores Humanos», los estatutos de la «Orden del Pendejo» para «condecorar» a aquellos venezolanos merecedores de tal distinción honorífica. De ser una mala palabra, entendida como de uso casi exclusivo de los sectores populares mayoritarios y, por consiguiente, grosera y vulgar, pasó a adquirir carta de ciudadanía, sin mucho escándalo
De acuerdo al «Diccionario del habla coloquial de Caracas», de María Elena D`Alessandro Bello, la palabra «pendejo» define a una persona ingenua o a una persona bondadosa que, por su generosidad, pasa por tonta. Aplicada al ámbito político, sería entonces aquella persona que, por voluntad propia y apego a sus valores éticos, se niega a ser partícipe de la corrupción administrativa que, al parecer, es parte intrínseca de las estructuras y del funcionamiento del Estado y del gobierno; lo que merecería un estudio profundo de lo que -moral y éticamente- este tipo de conducta representa en relación con lo que éstos han sido en el transcurso del tiempo y cómo podrían transformarse de raíz en beneficio de todos los ciudadanos que moramos en este país. Al respecto, hay que rememorar que, entre otros alegatos válidos, las dos insurrecciones cívico-militares de 1992 que pretendieron el derrocamiento del régimen de Carlos Andrés Pérez invocaron luchar contra la corrupción; lo que se logró, finalmente, tras su enjuiciamiento y encarcelamiento por el delito de malversación de fondos públicos, cuestión que podría verse más como un acto de enmascaramiento de las cúpulas gobernantes que de justicia moralizante.
Quizá no se recuerde mucho la corrupción generada a través de los trámites de control cambiario del Régimen de Cambios Diferenciales (RECADI), implementado durante el gobierno de Luis Herrera Campíns en 1983, luego del denominado Viernes Negro; siendo anecdótico el hecho que el único investigado y encarcelado fue un comerciante de origen chino mientras otros -con conexiones en las altas esferas del poder- quedaron libres y fueron exonerados, sin fórmulas de juicio. Ser pendejo es, en consecuencia, la contrapartida a lo que conocemos como viveza criolla, la cual ha sido una característica que recorre toda la historia venezolana, siendo ejemplo de ello el casi olvidado personaje de la picaresca popular Tío Conejo, constantemente enfrentado al representante del poder, Tío Tigre. Pero si quisiéramos indagar más sobre este asunto, tendríamos que remontarnos a la época colonial cuando comerciantes y hacendados, junto con burócratas deshonestos, se dedicaban al contrabando de productos y esclavizados, burlando de ese modo las restricciones aduaneras y el monopolio ejercido por la corona española sobre la economía de la Capitanía General de Venezuela. Lo que no se termina con la Independencia, obligando al Libertador Simón Bolívar a decretar el 12 de enero de 1824: «Todo funcionario público, a quien se le convenciere en juicio sumario de haber malversado o tomado para sí de los fondos públicos de diez pesos arriba, queda sujeto a la pena capital». Una medida drástica que daba cuenta de la inmoralidad presente en los nuevos gobiernos republicanos, la cual, como efecto del grado de evolución económica habido desde el siglo XIX hasta adentrado el siglo XX, continuó marcando la vida social, económica y política venezolana.
Todo parecía cambiar con el arribo de la democracia representativa, tras el largo periodo autocrático del general Juan Vicente Gómez, con la explotación del petróleo como epicentro de la economía. Sin embargo, los nuevos gobernantes hicieron mancuerna con los sectores empresariales del país, a tal punto que la máxima organización que los agrupa, Fedecámaras, tenía el privilegio de designar a quienes dirigirían el ministerio y demás instituciones encargadas de velar por la actividad económica nacional, así como recomendar las leyes que les beneficiaran o desaprobar aquellas que les afectaban. Todo esto en contubernio con el capital transnacional, especialmente el estadounidense, que terminará por distorsionar la economía nacional, haciéndola dependiente, monoexportadora e improductiva. Durante el periodo presidencial de la Gran Venezuela (también llamado de la Venezuela Saudita) de Carlos Andrés Pérez se vió un auge de corrupción, resultando cosa común que los políticos fueran dueños de empresas, exhibiendo una riqueza súbita, sin inmutarse en lo más mínimo por lo que pudiera opinar el pueblo de ellos; quedando asentado que la manera más fácil de hacerse rico es participar en la política, afiliándose al partido político que tuviera las mejores posibilidades de llegar al poder. Como ocurre en la actualidad. Por eso, lo peor que le pudo suceder al pueblo venezolano es que dejó de ser pendejo aunque todavía sea víctima de la viveza de muchos demagogos, ahora vestidos de revolucionarios, como los adecos en sus inicios, que se aprovechan de sus ilusiones y de sus necesidades. Ésa sería una ventaja que se puede aprovechar para proponerse emprender y conseguir un verdadero adecentamiento de las estructuras y del funcionamiento del Estado y del gobierno; poniendo en práctica una consistencia ética inquebrantable, dejando todos de ser pendejos.

