La falacia del dominio cupular y la pasividad mayoritaria

Homar Garcés /

El dominio de las cúpulas políticas y económicas se basa mayormente en la aceptación pasiva de su ideología por parte de los pueblos; a veces de un modo sutil y entretenido, convenciéndolos, sin mucho esfuerzo ni escándalo, de su incapacidad y del destino «inevitable» de sus condiciones de vida. Uno de los recursos mayormente utilizados -a partir de la publicidad de productos de consumo masivo en Estados Unidos luego de la década de los 20 del siglo anterior- es la ingeniería del consenso que tuvo en Edward Barnays a uno de sus principales impulsores. Convencido de la necesidad de la existencia de un gobierno invisible o en las sombras para moldear el pensamiento de la gente respecto a la vigencia de la democracia, este sobrino de Sigmund Freud supo explorar y explotar las vulnerabilidades de las personas, incidiendo en su toma de decisiones, en lo que se daría a conocer tiempo más tarde como la sociedad de consumo. Desde entonces, gobiernos y corporaciones de distinta índole se disputan el control y la orientación de la vida de millones de seres humanos por medio de la ciencia y la tecnología aplicadas a la publicidad y las comunicaciones. Ahora, en el siglo XXI, las mismas personas le suministran a los sectores dominantes y a los grandes grupos corporativos toda la información que requieren en cuanto a gustos personales, miedos, pulsiones, pensamientos, emociones e inclinación política y sexual, de una manera espontánea, aprovechándose así de sus deseos particulares de libertad y de interacción con otros individuos, a través de las redes sociales facilitadas por internet.

Nunca como antes, los sectores dominantes han tenido la oportunidad de inducir comportamientos entre los sectores mayoritarios que sean en provecho del mantenimiento de su hegemonía. Sus logros superan lo realizado por los nazis y los soviéticos en materia propagandística, ya que penetran el inconsciente de los individuos, haciéndolos creer que sus opiniones y decisiones son propias, a pesar de su irracionalidad. Es tanta la avalancha ideológica-propagandística de los sectores dominantes que la mayoría llega a «pensar» que no existen más alternativas deseables que las presentadas por éstos; lo que explica la renuencia que puedan manifestar respecto a las propuestas de transformación estructural emanadas del comunismo y del anarquismo a través de la historia, llegando al colmo de coincidir con sus intereses, autoritarismo e intolerancia, como sucede en Estados Unidos y otras naciones de Europa y de nuestra América/Abya Yala/Améfrica Ladina, sin querer percatarse de la manipulación y de la subordinación de las cuales son objetos. El enlace establecido entre la psicología aplicada a la publicidad, la política y los algoritmos de las distintas redes sociales ha servido para crear entre muchos la sensación de imprimirle a sus existencias una marca personal, pero siendo, al final de cuentas, parte de la masa subalternizada, sin mucha diferencia en relación con modas, gustos y creencias; de ahí que se muestren intolerantes y agresivos ante las verdades expuestas, por muy elementales que estas resulten. A todo eso, muchos lo identifican como violencia simbólica, legitimada mediante patrones culturales, sociales y lingüísticos que se reiteran sin indagar respecto a su verdadera naturaleza.

Uno de nuestros rasgos humanos fundamentales es la compasión. Sin embargo, como efecto del alto grado de individualismo y de competencia fomentado en las últimas décadas por el mercado capitalista, ésta tiende a ser vista más como defecto o debilidad que como virtud y algo digno de encomio. Como efecto de ello, se recurre a una lógica desculpabilizadora con la cual se llega a establecer y a clasificar a qué tipo de sujetos les corresponde tener derechos y a quiénes solo deberes, cuáles merecen ser llamados «personas» y quiénes no, si estos son dignos de compasión o, por lo contrario, ante los cuales podremos mostrarnos indiferentes sin ningún motivo de remordimiento. Estamos en presencia de un mundo que se está configurando bajo unos parámetros que se creían superados gracias a los diversos derechos democratizadores conquistados durante el último siglo, pero que en la actualidad no escandalizan a muchos y que adquieren carta de ciudadanía debido, principalmente, a la actitud callada y pasiva de quienes debieran manifestarse en su contra. En términos sencillos, es más una regresión que una evolución o progreso de la sociedad humana y eso sería motivo más que suficiente para alarmarnos y luchar en contra de su imposición.

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