El capitalismo suele mutar. Tras cada una de sus crisis cíclicas, de algún modo, genera rasgos o situaciones que lo hacen vigente, dando la impresión que es un sistema exitoso, imbatible e inevitable. Así, desde mucho tiempo atrás, son varios los pronósticos que dan cuenta de su inminente crisis final y, eventualmente, de su superación por un sistema económico de nuevo tipo (con sus consiguientes agregados políticos y sociales); en algún caso, por uno de origen socialista (aunque, quizás, algo diferente a lo anticipado por los marxistas-leninistas de viejo cuño). Sin embargo, en esencia, continúa siendo el mismo, con sus secuelas de desigualdad, de represión y de explotación. Todo conjugado en la búsqueda del máximo beneficio en el mínimo tiempo posible. Por lo que no debe extrañar que, adentrándonos en el siglo XXI, tras la experiencia inicial del neoliberalismo económico en las décadas finales del siglo XX, nos hallamos envueltos en una realidad de desigualdad de ingresos y riquezas que ha profundizado la brecha existente entre ricos y pobres, extendida ésta por razones similares a las naciones del norte desarrollado y del sur subdesarrollado. Una realidad, por demás, no exenta de inestabilidad sistémica, incertidumbre y convulsiones de variada intensidad que exige nuevas propuestas con que superarla, pero que aún no cuajan, sin formar una propuesta mayor de transformación estructural que atraiga la atención de las grandes mayorías.
En artículo escrito por Juan Hernández Zubizarreta y Pedro Ramiro, «Salir del necrocapitalismo: los derechos humanos frente al poder corporativo», éstos afirman que “asistimos a una ofensiva mercantilizadora en la que las dinámicas capitalistas, patriarcales, coloniales, autoritarias e insostenibles se exacerban. La democracia liberal-representativa y sus instituciones transitan por espacios cada vez más alejados de los verdaderos conflictos globales que se mueven entre la vida y la muerte. El capital y las empresas transnacionales se han lanzado a la destrucción de cualquier derecho que impida la mercantilización a escala global. El capitalismo, que ha rebasado con creces los límites biofísicos del planeta, se transforma en puro expolio territorial. A la vez, el sistema financiero especula con la propia existencia y dispone de un poder que le permite expropiar lo que ya existe”. En el mundo contemporáneo, los seres humanos pasaron a ser una mercancía más, siendo desechables aquellos que no participan de la sociedad de consumo (a los que se deja a su suerte, sin ningún tipo de asistencia) o no aportan valor en el proceso de reproducción del capital; cuestión que tiene su incidencia en la pérdida y la desvalorización de los derechos sociales, con salarios mínimos de subsistencia y una amplia flexibilización laboral legalizada en la práctica.
Así, el mayor deseo de los capitalistas es obtener, cada día en grandes proporciones, un crecimiento sin crisis ni intervenciones o regulaciones por parte del Estado; esto último, sólo cuando se requiere de su auxilio financiero o de una legislación que le sea favorable a sus intereses. Es el programa neoliberal de la economía. Ahora las minorías enriquecidas no se contentan con explotar a las mayorías populares. Ahora quieren subyugarlas en todo sentido, más allá de los ámbitos geopolítico, ideológico y económico tradicionales, como si no fuera suficiente el poder adquirido y ejercido a lo largo del tiempo; una lección de Karl Marx que tiene mucha vigencia, en especial cuando todos somos testigos de la depredación tremenda del capitalismo que no solo afecta la vida de millones de seres humanos sino que también está afectando considerablemente (y de forma indudablemente negativa) toda forma de vida sobre este planeta.
En el Manifiesto Comunista, Karl Marx y Friedrich Engels señalaron lúcidamente: “las pequeñas capas medias existentes hasta la fecha, los pequeños industriales, comerciantes y rentistas, los artesanos y campesinos, todas estas clases van hundiéndose en el proletariado, en parte porque su pequeño capital resulta insuficiente para la explotación de la gran industria y sucumbe a la competencia con los capitalistas de mayor envergadura, en parte porque sus habilidades quedan desvalorizadas en virtud de nuevos modos de producción. El proletariado se recluta así, por tanto, entre todas las clases de la población”. Algo que ha terminado por acentuarse a nivel planetario y que, con los planes actuales de las economías avanzadas del capitalismo, representadas por Inglaterra, Estados Unidos y Europa occidental, se haría extensiva a todos los niveles de la vida en sociedad. Lo que Marx habría anticipado al describir “que con la extensión de la actividad a una escala histórico-universal los individuos particulares han ido viéndose sojuzgados en medida creciente por un poder extraño a ellos (independientemente de cómo se representara la presión de éste, recurriendo a una presunta argucia del llamado espíritu universal, etc…) un poder de dimensiones cada vez más masivas y que en última instancia se ha revelado como el mercado mundial, es, en cualquier caso, un hecho empírico no menos relevante de la historia precedente”. Tal situación, en resumen, ubica a la humanidad ante un dilema, si continuar indiferente ante los estragos liberal-capitalistas o plantearse una transformación estructural que reivindique la vida y los valores que debieran sustentarla; lo que debiera ser, en la concepción de Marx, una revolución.
HOMAR GARCÉS