En el análisis de estos términos, solemos identificarlos como iguales, sumándose también el del Estado. Empero, cada uno guarda un matiz de distinción o especialidad; de allí que, cuando hablamos de país lo vinculamos con ese espectro geográfico territorial donde se asienta la nación y el Estado, donde por Nación conocemos al conglomerado humano y social que habita en ese hábitat, y el Estado, asume la conformidad de un concepto jurídico político, donde descansa la representatividad legal de la estructura del Poder Público, que bajo este concepto debería ser del Estado y no de la Nación, como comúnmente se define en la doctrina.
De esta inferencia didáctica, nace el tema que hoy queremos precisar.
Hablar de dos naciones y un país, necesariamente estriba en la idea sociológica de dejar ver las realidades del entorno humano que convive a diario.
No es un secreto para nadie, el que durante la formación de los sistemas político-sociales en el mundo, pasando desde corrientes filosóficas hasta la formación de los modos de producción, han matizado el complejo aspecto del manejo de las masas.
Como diría Freire, esa idea consciente del problema de la existencia de las clases sociales. Y sobre este aspecto, vierte la naturaleza de hablar de dos naciones, una la que padece y vive los vaivenes y vicisitudes del día a día, cargados con sueldos que no alcanzan para cubrir lo mínimo de las necesidades primarias; es la que debe salir a trabajar en búsqueda del sustento de la familia y la que empuja emprendimientos para equilibrar lo que se pueda. Es también esa parte mayoritaria dentro de este espectro, que no tiene ni para pagar medicinas, ni los útiles escolares; es ese gran grueso del país que recibe las bolsas Clap como tabla de salvación cuando logran tenerla, que viven en la esperanza de un vivir mejor que no llega a pesar de las vías con que el Estado precisa políticas sociales que al final se han venido transformando en los grandes negocios de la otra parte de la nación, la minoría por cierto; la que si puede ir a bodegones y planificar vacaciones, un pequeño cinturón de personas que tienen acceso a unos ingresos mejores que pueden gastar en las exhibiciones de Instagram y demás redes sociales. Y con ellos, quizás un pedacito de otras gentes que no pertenecen a ninguna de las anteriores. Estos dejaron de ser venezolanos, son esa nueva estirpe de amantes de valores dinerarios y de la dolce vita; algunos se hacen llamar políticos del New age o sencillamente “enchufados”. Algunos hacen gala de su poder, dinero, prebendas y corte de vida fina al mejor estilo de los gánster de Chicago.
Así subyacen nuestras dos naciones con un residuo adicional descrito. Dos naciones y un país que cada día palpita y se debate entre sobresaltos y decisiones.
Vivir aquí o no, deambular y pensar si es lo mejor para nuestros hijos (quienes ahora hacen o comienzan sus familias).Ya es otra nación con contrastes muy marcados a la que yo conocí; de hecho siempre ha habido ricos y pobres; tal como en todo el mundo, pero la opulencia de pocos y la marginalidad de muchos aflora en un país que no merece a una casta que se ha infiltrado más allá de las buenas intenciones de un Presidente y de no más de cinco de sus allegados. Quizás, esa formación de país contrasta con su necesidad de renacer y las ganas de querer hacerlo.
Cada día hay menos de los que puedan hacerlo, cada día nuestra fuerza joven se pierde en consignas y vítores vacíos de preparación profesional pensante.
El país crítico quedó sepultado por un país de intereses personales.
Tenemos país, tenemos Nación, tenemos Estado, se nos ha perdido la Patria, esa que se viste con el tricolor nacional y enaltece las letras de su himno bajo el brillo impetuoso del Escudo Nacional.
Rafael García González