Homar Garcés /
El sociólogo, economista, jurista, historiador y politólogo de origen alemán Max Weber trató de sublimar el tema de los orígenes del capitalismo en la teoría de una ética del trabajo y de la salvación individualista en su famoso ensayo “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”. En éste, evadió la violencia como parte intrínseca del sistema capitalista, lo que el liberalismo -como narrativa ideológica dominante de la sociedad- reproduce, omitiendo, básicamente, el carácter infame de la dominación, en especial de personas consideradas racial y socialmente inferiores, vista como parte natural del proceso civilizatorio. Según esto, el verdadero espíritu del capitalismo se resume en la práctica de la violencia y del genocidio, obligando al resto de la humanidad a hacerse parte de sus intereses globales como evidencia del nivel de desarrollo alcanzado en su etapa evolutiva. Es lo que, con otros términos, explica la filósofa, teórica del feminismo y ensayista mexicana Sayak Valencia como capitalismo gore, el cual, ávido de grandes ganancias, no le importa nada explotar cuerpos y vidas humanas de una forma aberrante y atroz; siendo la violencia un ingrediente fundamental de su funcionamiento, llegando a convertir el sufrimiento humano en otro tipo de mercancía. Esto último, demostrado en el trato dado a las mujeres que son secuestradas, incluyendo niñas, para convertirlas en esclavas sexuales. E igualmente en el caso de quienes abandonan sus países de origen en búsqueda de trabajo y mejores condiciones de vida, haciendo patentes las desigualdades del sistema económico global, al ser víctimas de la explotación en diferentes sentidos y de la violencia fronteriza que es exacerbada por las manifestaciones de xenofobia y de racismo de aquellos que creen que serán desplazados de sus puestos de trabajo por éstos.
Todo lo relacionado con la vida humana está siendo objeto de una subjetividad consumista, apática e indiferente al sufrimiento ajeno; lográndose que la violencia y la explotación sean percibidas y aceptadas como cosas cotidianas, naturales e irreversibles contra las cuales sería inútil y decepcionante luchar. En eso no ha habido prácticamente nada distinto a lo que fue la historia de los siglos precedentes. De muchos es sabido -como lo expone Vladimir Castillo López en un artículo titulado «Colonialismo, neocolonialismo y multipolaridad» que «la violencia europea se expandió e impuso por todo el mundo. Matanzas, robos, violaciones, esclavización de millones de seres humanos y abusos de todo género se acometen con la vil excusa de evangelizar y civilizar. Los europeos occidentales se convirtieron en la peor plaga para el género humano, que con la colonización arrasó, expolió y se apropió de continentes enteros, América, África, buena parte de Asia y Oceanía fueron sus presas. En estos quinientos años el capitalismo evoluciona y durante el siglo XX se convierte en el brutal imperialismo corporativo financiero, neocolonialista, que con su supremacismo y neoliberalismo pretende seguir asesinando, explotando y robando a buena parte del planeta». La historia humana de los últimos siglos da testimonio de los distintos desmanes cometidos para apuntalar y consolidar al capitalismo como sistema económico hegemónico. Ahora más cuando diversas economías emergentes (BRICS y asociados) estarán creando las condiciones para que haya un mundo multipolar y multicéntrico, dificultando la vigencia dominante del imperialismo gringo.
Para Zygmunt Bauman, sociólogo, filósofo y ensayista polaco-británico, autor del concepto de la Modernidad líquida, «los pobres de hoy (es decir, aquellos que son un «problema» para los demás) son ante todo «no consumidores», más que «desempleados». Se definen ante todo por ser consumidores defectuosos: de hecho, el arancel social más básico que no obtienen es el deber de ser compradores activos y efectivos de los bienes y servicios que ofrece el mercado». Esta negación violenta de la condición humana de los pobres -definida como aporofobia por la filósofa Adela Cortina en 1995- es lo que explica el por qué no son sujetos de mucha relevancia o prioridad para los planificadores y los grandes conglomerados industriales y financieros del capitalismo mundial. En la sociedad capitalista se induce a todos sus integrantes a un consumo sin restricciones como sinónimo de éxito personal, autosatisfacción y felicidad; lo que se traduce para millones de ellos -puntualmente, los pobres- en padecer una incapacidad nunca resuelta para acceder al estilo de vida que todo ello supone. Esta dictadura de la uniformización obligatoria, como la llamó Eduardo Galeano, se ha expandido a todo el planeta, en un gran porcentaje gracias a la guerra y al uso de métodos subliminales (entre ellos, la publicidad) que naturalizan su existencia y, por otro lado, gracias a las solicitudes de auxilio financiero de muchos gobiernos al Fondo Monetario Internacional, el cual les impone cumplir con una serie de medidas draconianas que se ajustan a sus intereses, es decir, a los del mercado.
La subjetividad consumista como medio de control ejercido por el capitalismo sobre una gruesa capa de la población mundial es una realidad innegable. Hace necesaria una descolonización del pensamiento todavía más profunda que la planteada en foros y publicaciones que cuestionan su nefasta influencia en el desarrollo histórico truncado de nuestras naciones. Es por eso que se impone la combinación de diferentes acciones y elementos que conduzcan a un cambio radical de conciencia de las personas que les permita a éstas discernir respecto a cuáles son las bases de sustentación del sistema capitalista y los medios que servirían para erradicarlo, pero sin una visión idealista que, en lo inmediato, haga pensar en su inexorabilidad y, por consiguiente, en su fortaleza. Ello obligaría a retomar las enseñanzas y las cosmovisiones de nuestros pueblos originarios -sin que se entienda como una regresión a épocas superadas- como germen utópico de ese nuevo mundo posible que, desde finales del siglo pasado, confronta la lógica depredatoria y mezquina del capitalismo neoliberal, un mundo que, a diferencia de éste, no estaría caracterizado por la subjetividad consumista ni por la uniformidad del pensamiento y de la cultura lograda a través de las guerras imperialistas y del neocolonialismo.