Homar Garcés /
Hannah Arendt, historiadora y filósofa alemana, quien desarrolló el concepto de «la banalidad del mal», definió lo que se ha convertido una práctica habitual en el mundo político contemporáneo: «Mentir constantemente no tiene como objetivo hacer que la gente crea una mentira, sino garantizar que ya nadie crea en nada. Un pueblo que ya no puede distinguir entre la verdad y la mentira no puede distinguir entre el bien y el mal. Y un pueblo así, privado del poder de pensar y juzgar, está, sin saberlo ni quererlo, completamente sometido al imperio de la mentira. Con gente así, puedes hacer lo que quieras». Siguiendo esta línea, se ha hecho común la divulgación extensiva e intensiva de noticias falsas, gran parte de las cuales han servido para justificar el ataque militar contra naciones (como sucedió con Iraq, Libia y Siria); para mantener un acoso permanente a gobiernos considerados enemigos y dictatoriales (como el aplicado a Cuba, Irán y Venezuela); para incitar al genocidio (tal cual sucedió en Ruanda en 1994); o para distorsionar el genocidio a cielo abierto del pueblo de Palestina (invocando «el sacro derecho de Israel a defenderse»). La propaganda nazi es un claro ejemplo del impacto causado por la difusión constante, incuestionable y sofisticada de mentiras en la psiquis de los seres humanos; lo que, pocas variantes, sigue haciéndose a escala mundial, sin recato alguno.
En la reconocida obra de ficción distópica «1984», del escritor británico George Orwell, resalta el lema utilizado por el régimen dominante que describe: «La guerra es la paz. La libertad es la esclavitud. La ignorancia es la fuerza». Muchos hallan en éste un paralelismo de lo que representa la actualidad de muchos países y, en general, del mundo en que vivimos con sus secuelas de conflictos en varios continentes, la violación sistemática de los derechos humanos en nombre de la democracia y de la libertad de mercado, y la gran influencia que tienen predicadores religiosos, «influencers» (por medio de en una o más redes sociales) y políticos demagogos (tipo Donald Trump, Javier Milei y María Corina Machado) sobre la conciencia de miles de personas alrededor del planeta, lo que ha impuesto un «nuevo» modo de violencia con el cual se discriminan personas por el color de su piel, su origen étnico, su género, su condición económica y su orientación sexual, política y religiosa, haciendo ver que el mismo es algo normal y hasta legítimo, pues se encamina a garantizar la preservación de la cultura, la forma de vida y los valores tradicionales de quienes así lo fomentan. Todo eso pudo constatarse en las últimas elecciones presidenciales en Estados Unidos, influyendo, incluso, en sectores de la población estadounidense que serían objeto de este «nuevo» modo de violencia, interesados en obtener alguna ventaja material de la nueva realidad política que se avecina en dicho país.
En este tipo de sociedad -prefabricada de prejuicios y de opiniones preconcebidas-, se ejerce una socialización disciplinaria sobre los individuos que los hace adoptar una subjetividad que no cuestione ni amenace totalmente el orden establecido, por lo que no resulta difícil implantar los mensajes propagandísticos de la ultraderecha contemporánea, aún aquellos que, por su mismo contenido, desafían toda lógica y toda realidad; lo que, de cualquier manera, influye en el debilitamiento de los vínculos humanos, como se podrá verificar nada más observando y analizando los discursos de odio proferidos con descaro por quienes se erigen como representantes de esta ultraderecha, en la cual se amalgaman el supremacismo blanco, la homofobia, la misoginia, la aporofobia, el anticomunismo y la xenofobia. De este modo, en un mundo que tiende cada vez más a ser menos diverso, absorbido por las tecnologías de la información, las redes sociales se han convertido en el principal vehículo de exposición pública, las que proporcionan a sus usuarios, al mismo tiempo, una gratificación narcisista y el escenario de conflictos de diversas gamas sin que haya necesidad de una confrontación de persona a persona, contando para ello con el anonimato o con la distancia geográfica que nos separa a unos de otros. Es indudable que la sobreabundancia de información banal y trivial ha terminado por afectar cognitivamente a millares de personas alrededor del planeta, a tal punto que su capacidad de raciocinio disminuye severamente, induciéndolas a vivir una realidad inexistente e incidiendo, por consiguiente, de una manera significativa, en sus particulares modos de vida; todo lo cual -nos guste o no- está provocando una gran ola de decadencia intelectual, ética y moral que únicamente les resulta altamente rentable y útil a los grupos poderosos que controlan la economía mundial, junto con sus vasallos políticos. En ese sentido, es irrebatible que los grandes adelantos alcanzados en las tecnologías de la información y la informática han repercutido en las relaciones de poder, la estratificación social y los valores culturales que rigieran hasta hace poco tiempo la sociedad en general. Todo eso exige, en contrapartida, revertir su uso para defender y garantizar los valores y los intereses colectivos por esas visiones sesgadas de la realidad que estarían derruyéndolos de manera creciente.
Sin mucho esfuerzo, observamos cómo los prejuicios se transforman en información, generalmente sin importar si su contenido pueda o no generar efectos negativos en la conducta social de muchos individuos. Especialmente si estos tienen una base religiosa o política (aunque los contradigan). Por eso, la claridad ideológica (a pesar de que la ideología es más un factor de sustentación del orden establecido) es un elemento indispensable para entender y comprender los por qué y los para qué de las diversas luchas emprendidas en todo tiempo por nuestros pueblos, de manera que pueda haber una praxis política correcta, especialmente en momentos en que todo parece confuso y diluido en manipulaciones de cualquier tipo. Es importante resaltar que no es permisible, ni ética ni moralmente, que se le dé cabida a posiciones manifiestamente contrarias a la convivencia, al respeto mutuo y a la democracia, apelando, precisamente, a los valores que ésta representa, pero nada más para descargar odio y violencia contra aquellos que piensan y viven de un modo diferente; lo que niega tajantemente el talante humano, racional, liberal y cristiano de aquellos que se regodean con semejante comportamiento, contribuyendo a consolidar la influencia y los intereses de los sectores minoritarios que controlan el poder.