Abg. Esp. Raimond M. Gutiérrez M. /
*«No es lo accequible (sic) lo que se debe hacer, sino aquello a que el derecho nos autoriza»
Simón Bolívar, Manifiesto de Carúpano, 7-9-1814…
Cosa compleja es tratar con personas que –de la noche a la mañana- son sorprendidas con tener que ejercer funciones que comportan una diminuta cuota de poder: les abruma la soberbia. Ello hace rememorar al Padre de la Patria Argentina, José Francisco de San Martín y Matorras (1778-1850), quien para la perennidad expresó: «La soberbia es una discapacidad que puede afectar a pobres infelices mortales que se encuentran de golpe con una miserable cuota de poder». Ese engreimiento en esos tales por cuales, por pérfida lógica, los lleva a actuar de facto, según su albedrío, como les da la gana; alejados de la legalidad, de lo que disponen las leyes, del ordenamiento jurídico, en fin… del Estado de derecho».
Por lo demás, recordemos que el Síndrome de Estocolmo es un fenómeno psico-paradójico en el cual la víctima desarrolla un vínculo positivo hacia su captor como respuesta al trauma del cautiverio, lo cual ha sido observado en diferentes casos como: secuestro, esclavitud, abuso sexual, cultos religiosos, actos terroristas, prisioneros de guerra, etc.; y que tuvo su origen en agosto de 1973, en Suecia, cuando unos malhechores en la ejecución de un robo a un banco en Estocolmo, secuestraron durante 6 días a 4 personas, quienes durante su cautiverio terminaron seducidos, admirando, aupando y defendiendo a sus captores.
En ese sentido, a los que me refiero en esta entrega son poseídos por una submodalidad del Síndrome de Estocolmo, que según los psicólogos, se da cuando se terminan repitiendo las mismas prácticas negativas que antes se adversaban: es decir, se acaba ejecutando lo que se criticaba, lo que era incómodo, descortés, contrario a la ética y a la legalidad. Así es como, en el subconsciente, se asume como bueno lo que fue maléfico ayer. Dicho de otro modo: tildan de dictadores a otros; pero cuando ejercen un cargo público, actúan como tales.
Con respecto del Principio de Legalidad –según el eminente jurista carupanero Eloy Lares Martínez (1913-2002) en su obra «Manual de Derecho Administrativo» (5ta edición. Imprenta de la UCV. Pág. 177. Caracas, 1983)-, atiende a que: todos los actos emanados de los órganos y personeros del Poder Público, deben realizarse en completa armonía con las reglas de derecho. Vale decir, las personas que ejercen cualquier función pública están obligados –en su actuar como representantes de cualquiera de las ramas del Poder Público: Ejecutivo, Legislativo, Judicial, Ciudadano (Defensoría del Pueblo, Contraloría General y Ministerio Público) y Electoral- a ceñir su actividad a lo que prescriben las leyes vigentes; no siéndoles permitido su desempeño discrecional, a su antojo, según les parezca o crean conveniente, salvo disposición autorizante expresa de la ley.
Entre nosotros, dicho principio-garantía de rango constitucional así caracterizado por el artículo 137 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela: «La Constitución y la ley definirán las atribuciones de los órganos que ejercen el Poder Público, a las cuales deben sujetarse las actividades que realicen».
En el Derecho Administrativo, ese principio está consagrado en el artículo 1 de la Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos: «La Administración Pública Nacional y la Administración Pública Descentralizada, integradas en la forma prevista en sus respectivas leyes orgánicas, ajustarán su actividad a las prescripciones de la presente ley. Las administraciones estadales y municipales, la Contraloría General de la República y la Fiscalía General de la República, ajustarán igualmente sus actividades a la presente ley, en cuanto les sea aplicable».
En el Derecho Procesal Civil, el consabido principio está preceptuado en el artículo 7 del Código de Procedimiento Civil: «Los actos procesales se realizarán en la forma prevista en este Código y en las leyes especiales. Cuando la ley no señale la forma para la realización de algún acto, serán admitidas todas aquellas que el juez considere idóneas para lograr los fines del mismo».
En ese aspecto, son incontables los fallos del TSJ que desde hace más de 50 años vienen haciendo pedagogía sobre el explicado principio-garantía constitucional. Así –por ejemplo- la Sala Constitucional, en su sentencia n° 4674, del 14 de diciembre de 2005, asentó: «…uno de los principios rectores en materia adjetiva es el principio de la legalidad de las formas procesales, según el cual los actos procesales deben practicarse de acuerdo con las formas consagradas en el ordenamiento jurídico, para producir los efectos que la ley le atribuye (Cf. M. Pesci Feltri Martínez, Teoría General del Proceso, Tomo I. Colección Estudios Jurídicos, n° 65. Caracas, Editorial Jurídica Venezolana, 1998, p. 102)».
Por otra parte, son infinitas las resoluciones del TSJ que prescriben a la Administración de Justicia como un servicio público del Estado, en los términos concordantes que siguen: «…de conformidad con lo establecido en los artículos 26 y 49, cardinal 4 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, el servicio público de administración de justicia, debe estar regido por los principios de legalidad, transparencia, autonomía, gratuidad, imparcialidad, independencia, responsabilidad y celeridad, a cuyo efecto los Tribunales de la República deben estar integrados sólo por el personal necesario y acreditado para la materialización de tales principios». (Resolución N° 2010-0050, del 21-5-2010, de la Comisión Judicial; Resolución N° 2021-00019, del 1-12-2021, de la Sala Plena; Resolución N° 2022-00005, del 3-8-2022, de la Sala Plena; Resolución N° 2023-0003, del 2-8-2023, de la Sala Plena; entre otras).
Por su lado, ha ratificado la Sala Constitucional que: «…el órgano administrador de justicia, cumple con su función como servidor público, al proporcionarle al administrado su derecho de acceso a la justicia preservando su derecho a la igualdad y a la tutela judicial efectiva establecidos en la Constitución, y el justiciable tiene libre acceso a la justicia, poniendo el Estado a su disposición juzgados compuestos por jueces y funcionarios o auxiliares de justicia necesarios para el desenvolvimiento del proceso, los cuales son sufragados en su totalidad por partidas presupuestarias que dispone el Estado para el Poder Judicial». (Sentencia n° 3060, del 14-10-2005).
Consecuentemente –aunque de Perogrullo- es menester recalcar que: todos los funcionarios judiciales están obligados a –y por tanto, deben- ejercer las funciones que les han sido encomendadas temporalmente (porque no existe cargo público perpetuo), dando el servicio público que tiende a satisfacer las necesidades colectivas de los justiciables; aquellos, en su doble rol de prestadores per se del propio sistema en donde reposa la estructura del servicio de justicia y de garantes de la libre prestación del servicio, a tenor de lo preceptuado en los artículos 117 y 141 de la CRBdV, según los cuales: todos tenemos el derecho de disponer de servicios públicos de calidad; cuyos prestadores están al servicio de los ciudadanos y su quehacer público se fundamenta en los principios de celeridad, eficacia, eficiencia y responsabilidad, entre otros, CON SOMETIMIENTO PLENO A LA LEY Y AL DERECHO.
De tal modo que, el prestador del servicio público de administración de justicia tiene vedado actuar al margen de la ley, de irrumpir contra el ordenamiento jurídico vigente y –por tanto- debe ceñir estrictamente su actuación a las atribuciones que le prescribe la ley.
Así por ejemplo, en la jurisdicción civil las funciones de los Secretarios (que no lo son del juez) de tribunales están estatuidas en los artículos 104, 105, 106, 107, 108, 109, 110, 112, 113 y 114 del CPC y en el artículo 72 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ).
Así específica y expresamente delimitadas las funciones o atribuciones de los funcionarios en cuestión, habida cuenta de las constantes quejas que nos comentan profesionales del derecho en ejercicio (Integrantes del Sistema de Justicia, según el artículo 253 Constitucional) y por ciudadanos usuarios, sobre la extralimitación de funciones de algunos Secretarios de tribunales; siendo la más recurrente de ellas: el que se niegan a recibir escritos o diligencias por causas no determinadas en la ley, es decir, según su ilegítima discrecionalidad.
Ello así, fuera de los casos puntuales expresamente determinados por la ley, no les es dable a los secretarios negarse a recibir y agregar al respectivo expediente, los escritos o diligencias que presenten las partes si están debidamente asistidos de abogados o representados por estos. Lo contrario es extralimitación de funciones, abuso de autoridad, actuar de facto y con la discapacidad a que se refería José de San Martín. Pues no es el secretario el llamado por la ley para pronunciarse sobre la forma, legalidad, pertinencia, adecuación u oportunidad de un escrito o diligencia, sino el juez o tribunal, dentro de los 3 días de despacho siguientes; debiendo al efecto decidir según lo que estatuye la ley y lo que le aconseje su prudente arbitrio: lo cual no tendrá apelación si se trata de un acto de mero trámite o mera sustanciación, pero sí recurrible si se trata de cualquier acto decisorio.
Y es que, ha explicado hasta la saciedad el TSJ lo que es –y debe entenderse- por tutela judicial efectiva, debido proceso y derecho de defensa. Incluso –a título de ejemplo- si una demanda no tiene cuantía o la tiene mal establecida o calculada, el secretario está obligado a recibirla y darle cuenta al juez. Primero, porque ese no es un problema que incumba a la secretaría y segundo, porque la doctrina jurisprudencial –al reseñar sobre la tutela judicial efectiva, la admisión de la demanda y el artículo 341 del CPC- ha sostenido que ello no es causal de inadmisión de la demanda (Véanse sentencias de la Sala de Casación Civil nros. 379, del 15-11-2000; 024, del 30-1-2008; 028, del 13-2-2017; y 128, del 27-8-2020, entre otras).
En definitiva, el secretario que sin causa legal se niegue a recibir los escritos o diligencias de las partes o sus apoderados judiciales, quebranta flagrantemente, además de las instituciones constitucionales y disposiciones adjetivas ordinarias ya explicadas, el derecho constitucional según el cual: «Toda persona tiene el derecho de representar o dirigir peticiones ante cualquier autoridad, funcionario público o funcionaria pública sobre los asuntos que sean de la competencia de éstos, y a obtener oportuna y adecuada respuesta. Quienes violen este derecho serán sancionados conforme a la ley, pudiendo ser destituidos del cargo respectivo». (Artículo 51 de la CRBdV).
A tal efecto, ha instituido la Sala Constitucional, en su sentencia n° 1783, del 25 de septiembre de 2001: «…En cuanto a la negativa verbal del (…) a recibir los escritos presentados por los demandantes, debe observarse que dicha conducta omisiva puede subsumirse en el supuesto del artículo 51 de la vigente Constitución, pues, como tiene establecido esta Sala ‘es procedente la acción de amparo constitucional contra las conductas omisivas de los tribunales, por cuanto, al igual que los demás órganos del Poder Público, están obligados a dar oportuna respuesta a las peticiones y solicitudes que le dirija cualquier ciudadano’ (s. S.C. nº 1426, del 23.11.00). Ese derecho de petición implica la admisión del escrito que la contenga, que se exteriorice el hecho de la recepción, se le dé curso y se notifique al interesado de la decisión, sin que ello implique necesariamente una respuesta favorable».
Así que –para finalizar- hacemos un enérgico llamado a los funcionarios judiciales para que abracen la ley, se consubstancien con sus preceptos, con el Estado de derecho, con la seguridad jurídica, con la vocación del servicio público que debe caracterizarlos; y entiendan –de una vez por todas- que la cogorza del poder pasa, así como pasarán todas las borrascas que por ahora nos aquejan, Dios mediante.