Homar Garcés /
El mito de la excepcionalidad de Estados Unidos (resumido en lo que se conoce comúnmente como el destino manifiesto) unifica a los estadounidenses (no sólo los de piel «blanca», anglosajones y de religión protestante) en una identidad ideológica común. Al menos, éso es lo que nos transmite su poderosa industria del entretenimiento y de la información: gente de todos los tintes creyendo vivir en la mejor democracia del planeta y, por ende, llamados a civilizar a las sociedades poco adelantadas de África, Asia y nuestra América/Abya Yala/Améfrica Ladina, siendo moldeadas según los valores culturales estadounidenses y, más importante aún, según sus intereses capitalistas. Esto ha conducido al recién instalado inquilino de la Casa Blanca a emitir una serie de declaraciones y de medidas administrativas con que ratifica la disposición de preservar y de expandir el rol hegemónico de su país, haciendo uso, según amenazara Trump, de la fuerza militar en cualquier nación del mundo donde se crea que exista un «serio» peligro para su seguridad nacional. Nada nuevo bajo el sol. Pero si consideramos que esto ocurre en momentos que se propone la desdolarización de las economías del sistema capitalista global a través del grupo Brics+ y el liderazgo hegemónico de Estados Unidos se tambalea frente a las potencias emergentes de China y Rusia, podrá comprenderse que todo ello es parte de una estrategia de amplio espectro, por lo que requiere controlar internamente a su propia población y separarla de todo lo que representa la diversidad cultural (incluyendo las categorías por sexo) y la multietnicidad, en especial de quienes traspasan su frontera sur en búsqueda de una mejor vida.
Según deducciones extraídas de su propio discurso, en materia internacional el nuevo mandato de Donald Trump se orientará al debilitamiento de China como potencia mundial y, junto con ella, del grupo de los Brics; recuperar la hegemonía imperialista sobre todo el territorio de nuestra América/Abya Yala/Améfrica Ladina, con la mira puesta en la recuperación del canal de Panamá, la posibilidad nada remota de ordenar invasiones militares en alguna de nuestras naciones (del modo que anunciara contra México supuestamente en persecución de los cárteles de narcotraficantes), y lograr la desestabilización total del régimen islámico de Irán, siendo ello parte de la estrategia de reconfiguración de la región del Oriente Medio que le permitirá a Estados Unidos, en un futuro apremiante, el control absoluto de los yacimientos petrolíferos allí existentes. Para analistas superficiales solo se trata de bufonadas de un bravucón supremacista sin mucha más trascendencia que la del escándalo. Sin embargo, otros más avezados detectan todo un plan orquestado para lograr lo que ya en su momento quiso hacer George Walker Bush con su demanda de «justicia infinita», arrastrando al mundo a manifestarse a favor de la voluntad de Estados Unidos o sufrir las consecuencias de su desobediencia. Bajo tal orientación, el gobierno de Panamá terminó cediendo, como gesto de su obediencia colonial, a las demandas de Trump para impedir la presencia de China en las cercanías de la Zona del canal y el paso libre de los barcos de guerra estadounidenses; lo que prefigura o, mejor, define cuál ha de ser la reacción de nuestras naciones frente a sus exigencias.
Se sabe que Estados Unidos tiene desplegadas en nuestro continente más de 75 bases militares, contándose las 12 que se hallan en Panamá; 12 en Puerto Rico; 9 en Colombia y 8 en Perú; además de las ubicadas en El Salvador, Guantánamo (ilegalmente, en Cuba), Aruba, Curazao, Antigua y Barbuda y Costa Rica; y las que estarían instalándose en la isla Galápagos, patrimonio natural de la humanidad, bajo la jurisdicción de Ecuador, y en el extremo austral de Argentina, en Ushuaia. Dichas bases (integradas todas al Comando Sur estadounidense, SOUTHCOM, con sede en Miami, Florida) están, más que todo, a asegurar el control de los recursos naturales estratégicos ubicados en esta amplia región en caso que se le impida su suministro o se destinen a sus rivales, China, Rusia e Irán. La actualidad fluctuante -derivada de la ambición imperial estadounidense y de su séquito europeo en ejercer un control sobre las demás naciones- está alentando situaciones como la presentada con el desconocimiento de la victoria electoral de Câlin Georgescu en Rumania, lo que marca un nuevo hito en la historia del injerecismo occidental representado por Estados Unidos y Europa, cosa que se ha hecho «normal» en el territorio que comprende nuestra América. Esto hace que, a la par de sus amenazas belicistas, las guerras por delegación y las presiones económicas, se utilice también la descalificación política como recurso de su pretendida hegemonía.
Ahora faltará saber cuántos serán los gobiernos y los movimientos sociales y políticos alrededor del planeta que adoptarán una firme postura nacionalista, continentalista y antiimperialista frente al plutocrático gobierno trumpista. Sin acuerdos que solapen su sojuzgamiento neocolonialista por parte de Washington. Pero eso no es lo único que deberá concretarse. Todavía quedará pendiente la lucha antistémica con que se libere de todo signo de opresión y explotación a los sectores populares, marginados por igual de la participación política y de la igualdad económica. Si las consecuencias de las «locuras» trumpistas obligan a nuestros pueblos a tomar conciencia de su independencia, y a desempolvar y a poner en práctica el viejo sueño bolivariano, sanmartiano y martiniano de la defensa en común de nuestras soberanías nacionales y la integración regional nuestraamericana y caribeña, entonces habrá que darle las gracias al imperialismo gringo por el favor recibido.