Homar Garcés/
Una reflexión hecha hace ya mucho tiempo por Alfredo Maneiro pudiera contribuir a ubicar cuál sería la línea de acción de quienes aún se consideran a sí mismos como militantes de la izquierda revolucionaria: «Es más allá de la izquierda donde está la solución…». Sin embargo, muchos de estos militantes todavía manejan el mismo discurso que oyeran de boca de sus dirigentes, gran parte de los cuales se adoctrinaron según lo enseñado por el Partido Comunista de la extinta Unión Soviética mientras que otros se adhirieron a las extraídas del Partido Comunista de la República Popular de China. Éstas apenas sufrieron alguna alteración en vista de la ruptura teórica propiciada por el triunfo de la Revolución Cubana, a pesar de que se trató de imitar, sin éxito, los métodos guerrilleros aplicados por ésta. Esto último produjo una diáspora de militantes de la izquierda tradicional que dió paso a la formación cíclica de organizaciones partidistas que respaldaron los procesos electorales bajo el régimen bipartidista del puntofijismo; otros, como el Partido de la Revolución Venezolana, fusionado con el semilegalizado Movimiento Político Ruptura, terminaron por mantener una posición algo cercana al anarquismo. Empero, quizás el momento que produjo más decepciones y frustraciones fue cuando en Europa los llamados partidos socialistas y comunistas se distanciaron ideológicamente de Karl Marx, Friedrich Engels, Wladimir Lenin, Rosa Luxemburgo y otros teóricos destacados, dando nacimiento a lo que se llamaría posteriormente como eurocomunismo; a lo que se agregó la eclosión de la URSS.
En la actualidad, se plantea un nuevo debate sobre la existencia o no de una izquierda revolucionaria, dados los inmensos contrastes que han marcado las experiencias y las propuestas manejadas de algunos gobiernos -en escala mundial- que se declararon afines a dicha tendencia ideológica; lo que explica, en parte, la disolución de la confrontación tradicional entre izquierda y derecha que alguna vez caracterizó la lucha política y social en la mayoría de nuestros países. La lucha de clases ha pasado a ser un tema, para muchos de los representantes de la nueva izquierda, algo obsoleto, preocupándose más bien en establecer un nuevo pacto social en el cual resalte la burguesía que estarían apuntalando para asegurar los dividendos políticos y económicos que ésta les retribuiría, con un control o negación de los sindicatos clasistas y los movimientos sociales; en algo demasiado parecido a lo aplicado desde hace más de treinta años por el neoliberalismo capitalista. Sin embargo, este debate, a pesar del tiempo transcurrido, aún se mantiene restringido a algunos intelectuales y analistas que se consideran revolucionarios, sin extenderse todavía a los sectores populares, gracias a lo cual los representantes de la ultraderecha, por otro lado, han podido cosechar cierto éxito, obteniendo el gobierno de algunas naciones, especialmente del continente americano.
Muchos de estos izquierdistas de nuevo cuño enfocan su interés en China y su capitalismo tecnodesarrollista, principalmente por los niveles económicos, tecnológicos y militares logrados, desplazando, prácticamente, la preponderancia del imperialismo gringo y de sus asociados de Europa. Les causa fascinación el hecho que China, bajo el poder ejercido por el Partido Comunista, haya alcanzado tales niveles, sin abjurar de los principios doctrinarios impuestos por Mao Zedong, en una combinación que, siguiendo a los teóricos revolucionarios del pasado, sería una enorme contradicción, negadora del papel dirigente del proletariado. En su lugar se ha gestado una tecnoburocracia omnipotente, lo que desconocería las bases de una revolución socialista o, mejor definida, comunista. La experiencia china, en un comienzo cuestionada por revolucionarios de diferentes tendencias, salpica la perspectiva de muchos respecto a cómo superar el capitalismo y la hegemonía imperialista estadounidense-europea, haciéndolos más proclives a transitar el camino señalado por sus apologistas neoliberales como garantía de la prosperidad anhelada. Pero, más que todo, evidencia la escasa o nula fortaleza de su conciencia revolucionaria, lo que se refleja en el modo de asumir su gestión de gobierno y el carácter democrático participativo, autogestionario y protagónico del pueblo, supeditándolo, en ocasiones de manera autoritaria, a las instancias del poder constituido.
Pese a toda la confusión y la dirección reformista, las derrotas y los retrocesos que envuelven a la izquierda revolucionaria, aún hay un campo extenso para la lucha por un nuevo tipo de sociedad, una en la que la emancipación sea su marca distintiva. Por eso, apoyándonos en lo escrito en su libro “La comunidad autoorganizada. Notas para un manifiesto comunero”, por Miguel Mazzeo, podríamos afirmar también: «Cuando los movimientos, las organizaciones, sindicatos y partidos de marras no asumen esos compromisos y se instalan de modo acrítico en el molde de las instituciones pre- existentes (idealizando los formatos contractuales, aceptando la legitimidad estatal como la única o la principal, consintiendo a los canales normativizados de diálogo con el Estado, promoviendo unas formas menguadas de la autoafirmación popular), directa o indirectamente terminan replicando las lógicas y las subjetividades de la política convencional: dirigistas, paternalistas, opresoras, jerarquizantes, mistificadoras, burguesas. Caen en el isomorfismo institucional. Se desconectan de la potencia plebeya-popular. Reafirman la misma institucionalidad que los limita y subyuga. De este modo, reproducen las jerarquías establecidas por el capital y apuntalan las significaciones dominantes y auspician el corporativismo subalterno, el asociativismo precarizador, el cooperativismo patronal, entre otras formas de gestión de la explotación y la pobreza y de ‘gobernanza neoliberal’. Renuncian así a la radicalización política y a todo proyecto transformador, y se centran de manera excluyente en las funciones tendientes a ensanchar el campo de negociación de las condiciones de explotación». En ello reside la mejor definición de la conciencia y de la conducta de quienes aspiran a crear las condiciones adecuadas para un modelo civilizatorio de nuevo tipo; además de permitir que la Revolución sea algo más allá, o una simple referencia, de la izquierda.