Homar Garcés /
Bajo el argumento nada convincente de la «necesidad de autodefensa», el Estado sionista-genocida de Israel ha estado atacando y masacrando impunemente a la cada vez más mermada población palestina, destruyendo de modo sistemático, principalmente, hospitales, escuelas, centros de acopio de alimentos (algunos auspiciados por la Cruz Roja Internacional) y todo aquello que sirva para su sobrevivencia, en una estrategia de exterminio absoluto que ya excede los setenta años. Aplicando tal estrategia de una forma similar, pero en un ámbito planetario, los gobiernos estadounidenses de los últimos treinta años iniciaron (y con mayor énfasis, tras el derribo de las Torres Gemelas de New York, atribuido a Al-Qaeda y los talibanes de Afganistán) una cruzada militar, diplomática, Ideológica, económica, tecnológica y política dirigida a profundizar su papel de potencia imperialista, alentados por la desaparición de la Unión Soviética, y cercenar los valores nacionales, étnico-culturales y democráticos más representativos de aquellos países cuyos gobiernos son considerados una amenaza potencial a su seguridad nacional e intereses geopolíticos, en lo que bien podrá calificarse -sin exageración alguna- de terrorismo globalizado. Con su memorándum del 7 de febrero de 2002, sobre el «Tratamiento humano para los detenidos talibanes y Al-Qaeda», George Walker Bush inició el desconocimiento por parte de Estados Unidos de las Convenciones de Ginebra, imponiendo de unilateralmente la categoría de combatientes o enemigos ilegales, haciendo una interpretación «legal» ajustada a sus objetivos con la «guerra preventiva» o «justicia infinita» contra el terrorismo internacional; una caracterización bastante amplia y multifuncional -de la cual no escapan ni sus propios ciudadanos- que abarca por igual a individualidades, grupos y movimientos sociales y políticos, y a gobiernos que, de una u otra manera, se conducen autónomamente o en oposición de los dictados imperialistas gringos. Para alcanzar sus metas, los jerarcas del Pentágono no han dudado en contratar a mercenarios, evitándose el escándalo de la opinión pública y las interpelaciones del Congreso de su país por los «abusos» cometidos durante las detenciones, encarcelamientos e interrogatorios de los «enemigos ilegales», como aconteciera con éstos en las cárceles de Irak, Afganistán y en el territorio usurpado de Guantánamo, en Cuba, destacándose lo hecho por personal militar en Abu Ghraib. En todos los casos, se produce lo que se ha dado en llamar «daño colateral», al causar la muerte de civiles indefensos, obligando a los sobrevivientes a migrar de sus ciudades de origen en condiciones por debajo de los niveles mínimos de subsistencia.
Pese a la existencia y la vigencia de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y de la Organización de las Naciones Unidas, el mundo observa impasible cómo el imperialismo gringo, sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte y el Estado sionista-genocida de Israel -juntos e individualmente- vulneran cada uno de estos derechos y el propósito original de este organismo multilateral para orientar y preservar la paz mundial. De nada han servido las reacciones indignadas de grupos e individualidades para detener las múltiples atrocidades y genocidios perpetrados por estos poderes hegemónicos en nombre de la libertad y la democracia, precisamente contra aquellos pueblos y regímenes que no se hallan alineados con sus grandes intereses y sus políticas de dominación neocolonialista. El caso más reciente de injerecismo, saqueos de recursos naturales estratégicos (petróleo), agresiones, bloqueo económico y ocupación territorial de lo que fuera Siria refleja claramente que semejantes poderes están coaligados y más que dispuestos a destruir toda noción de acatamiento o respeto al derecho internacional, si el mismo es un obstáculo para sus conocidos propósitos imperialistas y neocolonialistas. Sin preocuparse en lo más mínimo si sus acciones criminales conducen a la exterminación de todo un pueblo, como sucede a la vista de todos con una inerme Palestina, bajo un asedio militar cruel y desproporcionado; algo que quizá no tenga parangón en los anales humanos, así se haga mención del genocidio armenio a manos de los turcos a comienzos del siglo pasado o la ejecución de millares de chinos por parte del ejército imperial japonés, previamente al estallido de la Segunda Guerra Mundial. Todo, en conjunto, es parte de las preocupaciones que aquejan a la cúpula industrial-militar estadounidense ante el panorama que comienza a coger forma de la mano de China y Rusia (que les disputan su hegemonía económica global) y de aquellas otras naciones adherentes del grupo de los Brics, envueltas en un inminente proceso de desdolarización de sus respectivas economías nacionales.
A las clásicas invasiones militares, infiltración de movimientos populares y asesinatos selectivos de dirigentes políticos y sociales de formación de izquierda, o sospechosamente asociados a movimientos abiertamente revolucionarios e insurreccionales, ahora se añade la práctica de desconocer unilateralmente la legitimidad de todo gobierno etiquetado de enemigo -como el de Venezuela-, así éste sea resultado de unas elecciones libérrimas y supervisadas por observadores internacionales. En relación con nuestra América/Abya Yala/ Améfrica Ladina, tenemos los antecedentes del secuestro y destitución de los presidentes de Haití y de Honduras, Jean Bertrand Aristide y Manuel Zelaya, respectivamente, y el derrocamiento de Evo Morales en Bolivia, quienes se hicieron incómodos para los ocupantes de la Casa Blanca. Luego ocurriría los conocidos golpes de Estado institucionales, promovidos y legitimados desde los parlamentos en contra los presidentes de Paraguay, Fernando Lugo; de Brasil, Luiz Inacio «Lula» Da Silva y, posteriormente, de su sucesora Dilma Roussef; y de Perú, Pedro Castillo, abriendo espacios para la instalación de regímenes más dóciles a los lineamientos estadounidenses. Esto estimuló al antichavismo en Venezuela, con mayoría parlamentaria en la Asamblea Nacional, a proclamar un gobierno paralelo, esperanzado en que, a la par del respaldo recibido de los presidentes de Estados Unidos, Colombia y Brasil, hubiera una reacción popular y militar a su favor. Pero la estrategia de dominio del imperialismo yanqui no se limita a estos recursos archiconocidos. También -como en la situación de Cuba desde hace más de sesenta años- decreta sanciones de tipo económico, aplicándoselas a Venezuela, con el beneplácito opositor.
A pesar de todo lo anteriormente reseñado, el imperialismo gringo y el terrorismo globalizado que éste patrocina han tenido que enfrentar un conjunto disparejo de rebeldías populares, en especial, en las naciones situadas al sur de su frontera, en momentos que se pensó que su hegemonía podría concretarse, incluso, en lo territorial. Es un hecho que, frente a las formas coloniales de jerarquía, exclusión y diferenciación todavía vigentes en nuestras naciones se oponen las luchas de resistencia y disidencias de sectores y grupos populares organizados; en muchas circunstancias, rescatando y enarbolando como símbolos de sus luchas las raíces históricas, étnicas y culturales que los diferencian e identifican. La actualidad fluctuante -derivada de la ambición imperial de Estados Unidos- no obstante el desánimo que pudiera causar en muchas personas de pensamiento progresista o revolucionario, no es algo irreversible. Se podría confiar en que, como lo resalta Ana Esther Cerceña, economista y experta en geopolítica, de origen mexicano, en una de sus reflexiones sobre las guerras del siglo XXI, «el sistema-mundo moderno capitalista está tocando sus límites históricos. Las guerras que deberían colaborar con un disciplinamiento general para mantener la estabilidad y las condiciones de su permanencia, están, al contrario, contribuyendo a un final catastrófico. Todos los sistemas, de acuerdo con sus características, su complejidad y su evolución, tienen límites históricos que ofrecen la posibilidad de abrir horizontes más luminosos. El previsible colapso de este sistema no anula la creatividad de la vida para recrearse, afirmarse o reinventarse, a pesar de todas las guerras por las que tenga que transitar». Desde lo profundo de nuestro continente -reinvindicando las diferentes luchas populares del pasado reciente- podrán surgir y consolidarse distintas maneras de confrontar con éxito al imperialismo gringo y su terrorismo globalizado. Hará falta para lograrlo una comprensión profunda, a tiempo y persistente de lo que esto implica, de manera que existan las condiciones aptas para que haya una hegemonía de tipo popular, gracias a una nueva cultura, orientada por una verdadera conciencia revolucionaria, en su más amplio sentido.