Dentro de las grandes corrientes del pensamiento filosófico, Albert Camus profundizó sus ideas a través de considerar la vida en lo absurdo que subyace entenderla.
El hombre siempre se encuentra en una «condición absurda», en «situaciones absurdas». Camus afirmó en 1956, en una entrevista publicada por Le Monde:
«No creo en Dios, es verdad. Y, sin embargo, no soy ateo. Incluso me siento inclinado, con Benjamin Constant de Rebecque, a ver en la irreligión algo de vulgar y de…, sí, de deteriorado».
Para Camus, la simbología de la vida estaba en enfrentarnos nosotros mismos internamente para producir los cambios requeridos.
En este sentido, es bueno acotar, la gran necesidad que hoy en día tenemos de lograr esa meta, de entendernos en nuestra esfera de ciudadanía.
Para nadie es un secreto, que vivimos un mundo deteriorado desde su punto de vista ético y moral. Donde la familia subyace ante su dimensión moderna en el papel que juega dentro de la sociedad. Una familia disfuncional y fracturada por la falta de valores culturales y de identidad, como otrora venía conformándose.
El perfil actual de este cuadro, no solo ocurre en nuestro país, parece un calco multidimensional que se repite ya en Latinoamérica y otros países, donde los arraigos y tradiciones sucumben ante el paso de la denominada modernidad. Allí surge este absurdo condicionado a la subsistencia ante las necesidades.
Esta visión desnaturalizada de la realidad, ha sido caldo de cultivo para que las castas de poder logren su permanencia y statu quo en el tiempo.
No bastan los requerimientos que una sociedad pueda pedir; antes de eso, se ha impuesto ir más allá de este absurdo propugnado por el filósofo Camus, en el sentido de que ese absurdo ha pasado a ser una simple burla al establishment constituido.
Esta adecuación de una sociedad se constituye en que el mundo no es absurdo por sí mismo: simplemente es. “El absurdo surge de la confrontación entre la búsqueda del ser humano y el silencio irracional del mundo”. Lo llama “nostalgia irracional y humana”, y ocurre cuando nuestra necesidad de significado se quiebra ante la indiferencia del mundo, inamovible y absoluta. Por lo tanto, el absurdo no es un estado autónomo; no existe en el mundo, sino que surge del abismo que nos separa de él.
En este sentido, la voracidad con la que el poder político avasalla a sus ciudadanos, llevándolos a tomar decisiones no queridas pero obligantes ante condiciones económicas adversas, hace que el Estado no pueda dar respuesta a tales imposiciones pero que igual no les importa nada, más allá del poder que una élite disfruta y asume ser la que impone las reglas según una óptica que no siempre es participativa.
Por lo que, tanto los sistemas políticos capitalistas o de derecha, son de la misma especie que los que han venido llamándose socialistas o de derecha.
El gran absurdo de esta conclusión, es precisamente ver que en ambos existen los extremismos sociales sin que precisamente den una justa solución a los gobernados.
Parecen hijos de la misma madre, tal como históricamente ha acontecido.
Ante ello, hay necesidad de una real toma de conciencia de cada uno de los ciudadanos para iniciar esa postura crítica y de esfuerzo partícular, que pueda ser traspolada a una mejor organización de este desorden al cual enfrentamos. Un día a día en el absurdo de entender la realidad como posibilidad de lograr el bienestar general a través del sentido común y el interés del apego a la Ley, como fórmula para vencer la anarquía.
Rafael García González