Quiérase admitir o no, la esencia libertaria o liberadora de nuestra América (evidenciada mucho antes del proceso continental de la independencia, ideado en un primer momento con una visión genérica por Francisco de Miranda, dándole el nombre de Colombeia) ha sido víctima frecuente de la acción de proyectos modernizadores o neodesarrollistas que, de una forma extendida, se hallan cargados de colonialismo y, por lo tanto, niegan cualquier alternativa o aporte de los sectores populares subordinados y excluidos social, étnica y económicamente. Lo cual no representa novedad alguna. Ya muchos autores se encargaron de dilucidar los acontecimientos que son presentados de acuerdo a la ideología de los sectores dominantes que creó una aureola de divinidad en torno de sus personajes icónicos, de modo que aún sean percibidos como infalibles y predestinados. Existe, en todo caso, un patrón de poder de la colonialidad que es preciso develar -desde su origen- en todos sus aspectos, ya que tiene una enorme influencia en el modo de actuar de quienes gobiernan y entre aquellos que se hallan en la base, subordinados a estos, los cuales, usualmente, sin admitirlo abiertamente, terminan por justificar dicho modo aunque expresen (algunas veces en silencio) su inconformidad.
A diferencia de la propuesta reiterada por Simón Bolívar, sus coetáneos y sucesores concibieron la condición de ciudadano sujeta a la condición material de propietario (en la Constitución de 1830, quedó establecido que para gozar de los derechos de ciudadanos era preciso “ser dueño de una propiedad raíz cuya renta anual sea cincuenta pesos, o tener una profesión, oficio, o industria útil que produzca cien pesos anuales, sin dependencia de otro en clase de sirviente doméstico, o gozar de un sueldo anual de ciento cincuenta pesos”); algo común a otras en el continente. «Así, -explica Lilia Ana Márquez Ugueto en ‘País mantuano. Ensayos de filosofías del cimarronaje en clave de historia insurgente’- jurídicamente, el pueblo queda por fuera de la concepción de gobernabilidad, eliminando toda posibilidad de participación popular dentro del Estado nación moderno venezolano”. Era una forma legalizada de reservar y de asegurar el poder para los integrantes de la clase económica dominante, tanto los provenientes del derrocado sistema colonial como de los surgidos al instaurarse la nueva república; a pesar del denuedo de Simón Bolívar por hacer de cada habitante del país un verdadero ciudadano libre, sin otra exigencia que la de ser un republicano virtuoso y ejemplar. Para el Libertador eran esenciales el reparto de tierras, la emancipación de los afrodescendientes esclavizados y de los pueblos originarios sometidos a servidumbre (tanto de latifundistas como de la iglesia católica), y su elevación a la condición de ciudadanos, por lo que ellos, al igual que el resto de la población, deberían acceder, sin restricciones, a una educación igualitaria y gratuita, a un trabajo digno y a la salud; pero se halla enfrentado a quienes se oponen a sus planes y piensan de un modo diferente, puesto que calculan, con mucha razón de su parte, que de todo esto se derivaría una igualdad económica, social y política que terminaría por afectar grandemente sus privilegios legados por el mantuanaje y, por consiguiente, su posición dirigente.
Todo lo anterior incidirá en la construcción ideológica del ejercicio del poder que reproduce -hasta el siglo 21- las mismas características racistas, excluyentes y jerárquicas que impuso el colonialismo español en nuestro continente. No se produjeron transformaciones estructurales que acompañaran las proclamas emitidas respecto a la independencia nacional, la democracia y la soberanía del pueblo. Quien aspirara a controlar el poder o, por lo menos, a tener garantizado un cargo de importancia en el gobierno de turno, solo esperaba el momento propicio de enriquecerse, sin hacer caso a la acción reprobatoria de la ley ni de ética alguna; por lo que únicamente requería estar en las cúspides del poder y dejar las riendas de la economía (por ejemplo, la explotación petrolera) en manos del capitalismo internacional, percibiendo a cambio una «compensación» económica que los hiciera sentir ricos y poderosos.
El Tratado de Coche, firmado el 24 de abril de 1863 entre las facciones conservadoras y liberales tras el asesinato de Ezequiel Zamora, el General del Pueblo Soberano (ordenado, según la conseja de contemporáneos e historiadores serios del último siglo, por quien sería posteriormente presidente, el general Antonio Guzmán Blanco), semeja en mucho lo que en 1959 se llamó el Pacto de Punto Fijo, ya que en ambos no se tomaron en cuenta las aspiraciones populares si no de una manera retórica, excluyendo al pueblo de las decisiones relevantes relacionadas con su propio destino. Hubo en cada caso un reacomodo político de los grupos económicos y sectores dominantes tradicionales.
Según Indalecio Liévano Aguirre, «para las clases dirigentes criollas y sus abogados no existía duda ninguna sobre la conveniencia y la legitimidad de otorgarle a la Emancipación el significado de una victoria exclusivamente suya y de reconocer, por tanto, que a ellas, y sólo a ellas, les correspondía detentar el poder público, porque en sus cuadros figuraban los ilustrados, los ricos, los prudentes y cuantos eran capaces de representar a la civilización frente a la barbarie del pueblo, de los indios y de las razas de color. Las instituciones anglosajonas –y particularmente las norteamericanas– las consideraban los notables criollos como el resumen de la sapiencia política, con tanta mayor razón cuanto que ellas constituían el marco adecuado de garantías que necesitaban las clases poseedoras de la riqueza para acrecentar sus fortunas y defenderlas de las intromisiones del Estado y de las convulsiones revolucionarias». Esto impone entender la condición de ciudadanas y ciudadanos como una diversidad y no como un modelo único de ciudadano y ciudadana, del modo que se impuso hace siglos, a través de la Modernidad o civilización occidental europea. Implica también comprender nuestra identidad nacional (más allá de una simple exaltación o referencia cultural o folklórica para el disfrute de turistas) y la identidad particular de cada grupo étnico y social que habita en nuestros países como construcción histórica necesaria para afianzar la independencia ganada en los campos de batalla.
HOMAR GARCÉS