Homar Garcés /
Gracias a los grandes avances alcanzados en materia de tecnología de las comunicaciones y la informática, la humanidad se halla a merced de los intereses de las corporaciones transnacionales que dominan estas áreas, estableciendo éstas las categorías de contenido que pueden ver, publicar y comentar los usuarios y qué herramientas tendrán a su «libre» disposición. Todo ello conforme a una serie de restricciones que, en apariencia y bajo argumentos hasta cierto punto justificables, tienen el objetivo de proteger, aparentemente, a los usuarios de las diversas plataformas digitales de expresiones de odio, segregación y prejuicios de cualquier tipo. Lo que muchos ignoran es el hecho que dichas corporaciones utilizan algoritmos para generar contenidos en las búsquedas o en nuestros muros, encubriendo una uniformización de las conciencias, haciéndoles creer a todos que, contrariamente, sí existiría una diversidad y un libre albedrío que quedan en entredicho al comprobarse que las imágenes y demás contenidos responden a la visión sesgada de quienes, con sus prejuicios y su ignorancia, como ocurre con la llamada inteligencia artificial, «alimentan» tales algoritmos. Gracias a éstos, obras de arte, movimientos políticos y sociales, grupos étnicos y personajes de alguna relevancia, son víctimas de campañas censoras que, generalmente, consiguen eliminar del escenario público todo lo que se tenga en mira; limitando, por tanto, la diversidad que debiera singularizar a la humanidad respecto a sí misma.
La visión del mundo obtenida mediante el uso de estas tecnologías está dejando escaso espacio a formas importantes de expresión, imponiéndole una censura a mensajes e ilustraciones que vulnerarán la sensibilidad de algunas individualidades, comunidades o grupos sociales. «Pero -como lo afirma Jillian C. York, autora de “Silicon Values: the future of they free spech under surveillance capitalism”- los clasificadores utilizados son a menudo binarios y dejan muy poco lugar al contexto. Si una imagen contiene símbolos que se han vinculado a un grupo terrorista, la IA (Inteligencia Artificial) la clasificará como contenido terrorista, aun cuando el motivo de la presencia de ese símbolo sea de naturaleza artística o en realidad se esté protestando contra ese grupo determinado. Del mismo modo quedan marcados contenidos que sirven a un fin histórico, de archivo o de protección de los derechos humanos, y con toda probabilidad se los borrará». Así, es poco probable que una amplia mayoría de personas sepa o perciba, en algún grado, la influencia que ejerce sobre sus vidas la autocracia de una oligarquía corporativa que se atribuye a sí misma la misión histórica de dominar a toda la humanidad; sirviéndose para ello de todos los recursos económicos, mediáticos, religiosos, educativos, culturales, tecno-científicos y militares que tiene a su entera disposición.
Venezuela es ahora parte de un gran experimento social con el que se busca extender la supuesta polarización política entre el chavismo y la ultraderecha al ámbito digital, utilizando todas las redes sociales a las cuales tienen acceso los venezolanos, en especial los jóvenes, quienes representan el mayor porcentaje de usuarios y apenas tendrían un escaso conocimiento histórico y objetivo de los acontecimientos del último siglo; sobre todo, las causas que le permitieron a Hugo Chávez Frías llegar a la presidencia en 1999. Desde ese año hasta la fecha presente, la ultraderecha inició una guerra ideológica mediante la que ha conseguido que sus seguidores y un porcentaje no menos importante de la población venezolana den muestra virulenta de mentes intoxicadas de odio, inculcado a través de mensajes anticomunistas, principalmente, dirigidos a aquellas personas que se creen pertenecientes a una clase media que, por su ambición y sus logros profesionales y económicos, no se sienten, ni quieren sentirse, iguales a quienes están, aún, ubicados en la última escala de la sociedad. En su artículo «¿Cuánto daño nos ha hecho Rambo?», el periodista y doctor en filosofía de la comunicación, de origen mexicano, Fernando Buen Abad Domínguez, señala: «Si la tasa promedio de ‘consumo’ mediático ha crecido con las ‘redes sociales’ se explica menos la ausencia del Estado en defensa de la integridad educativa y cultural de los pueblos. Se trata de un desamparo perverso, se lo vea como se lo vea. Se trata de una omisión de ‘lesa humanidad’ porque están involucrados sectores sociales muy frágiles e indefensos. La totalidad de los niños y niñas, por ejemplo. Que no son pocos». En este contexto, hay una grave falla del Estado para impedir y minimizar los efectos de la cultura de la cancelación y la derechización del pensamiento entre la población, cosa que no puede endilgársele a las diferentes instituciones educativas encargadas de la instrucción de jóvenes y niños, sino también del resto de instituciones cuya labor debiera corresponder a la formación de una ciudadanía capaz de defender los valores de la democracia y de la soberanía nacional más allá de lo plasmado en una ley.
Todo esto nos ubica frente a la inexistencia de un vínculo trascendente de parte de aquellos que propician y participan en los recurrentes hechos de violencia que se han suscitado en Venezuela. Ello habla de su falta de pertenencia a un espíritu colectivo, de identidad nacional, cívica y patriótica, que les impulsa a ver y a desear como cuestión ideal someter al país a la autoridad supranacional del imperialismo gringo y haciendo alarde de un revanchismo en el hipotético caso que esto llegara a ocurrir. La cultura de la cancelación y la derechización del pensamiento que se halla en apogeo en Venezuela no es más que una muestra de los diversos mecanismos de agresión a la autodeterminación de los pueblos, puestos en práctica por Washington, pero al mismo tiempo pone en el tapete la necesidad de crear una estrategia permanente de solidaridad internacional, de transparencia informativa y de contraataque en el ámbito cognitivo, de modo que las acciones de la ultraderecha se extingan por sí mismos, a pesar de su virulencia diaria.